¿Os acordáis de Righeira? Sí, era ese grupo de los 80 que cantaba aquello de Vamos a la playa, wo uo uo uo. Pues eso, les he hecho caso y me he ido unos días de playa. Por si alguien lo desconoce, Bangkok tiene una gran oferta lúdica, pero carece de costa, y el río que la divide en dos, no invita precisamente al baño.
Pero el problema no es grave. A un par de horas en autobús uno puede empezar a gozar de las aguas del golfo de Siam. Para esta escapada he elegido Koh Samet, un islote de menos de 20 kilómetros en su parte más ancha, pero que dispone de más de una docena de playas de fina arena blanca, con su respectiva oferta complementaria.
Se trata de un parque natural protegido que, por lógica, no podría acoger ninguna construcción y mucho menos alojamientos y negocios turísticos, pero estamos hablando de Tailandia y todo lo que ello conlleva.
Este tipo de viajes tiene un pequeño inconveniente: hay que madrugar. El madrugón va en contra de mis principios, pero hay ocasiones en las que debo doblegarme ante las circunstancias. Con el sol asomando entre los edificios de la ciudad, el taxi me lleva hasta la estación de autobuses. No hay prisas, sale uno cada hora. Pago unos 300 y pico bahts (8 euros) por un billete de ida y vuelta a Bang Phe, el puerto del que salen los barcos que transportan a los turistas hasta la isla.
No sé si porque es jueves o es que es demasiado pronto, pero el autobús no tiene aforo completo, y el 80 por ciento son extranjeros, sobresaliendo las suecas, en número y en volumen. Me pregunto si quedan suecos en Suecia, me los encuentro por todos lados, y no son una población precisamente abundante.
El trayecto hasta el puerto lo paso dormitando mientras echan por el televisor del autobús la película Ong Bak 3, un bodrio impresionante, heredero de la algo más aceptable Ong Bak. No hay quien aguante casi dos horas de artes marciales, y los diálogos se escribieron seguramente en la servilleta de papel de algún chiringo de los que tanto abundan por estos lares. Cada vez que abro los ojos sólo veo a un tipo que hace mucho que no pasa por la ducha y se esfuerza en hacer ejercicios propios del siempre añorado ballet ZOOM.
Nos detenemos justo frente al embarcadero. Me preparo para lo peor. En Tailandia son amantes de los olores fuertes (menos el del queso), y una de sus aficiones es poner a secar el pescado al sol. Como puede suponer el lector, al margen del espectáculo de los peces momificados, hay que contar con un olor que bien podría ser calificado de arma química. Pero no, para mi sorpresa sólo me encuentro con el viejo y destartalado embarcadero que dejé atrás hace 15 años, la última vez que estuve por aquí.
Por lo que veo en la “sala de embarque” (unos tablones de madera), aquí se lleva bastante el “rollo bollo”, cosa que confirmaré más adelante una vez llegado a la ínsula. ¿Estoy en la isla de Lesbos versión thai?
Un grito ininteligible de un thai nos indica que es hora de subir a bordo. Nada de sofisticaciones, un par de tablones con cuatro clavos oxidados se emplean a modo de pasarela. La precariedad de la plataforma y los vaivenes del mar hacen presagiar la tragedia en cualquier momento, sobre todo por lo que se refiere a mi persona. No soy especialmente torpe, pero esto es más propio del “Gran Prix” de Ramón García que de un lugar visitado por miles de turistas al año. Tal vez quieran mantener el encanto, o simplemente se resisten a reinvertir un baht, me inclino por lo segundo. Aquí, el asunto de los minusválidos, no lo llevan muy bien, o mejor dicho, no lo llevan. El que tenga alguna discapacidad física, se tiene que buscar la vida, no sólo para subir a bordo sino para moverse por cualquier centímetro cuadrado del país.
Toque de sirena y zarpamos rumbo a la aventura. Desde niño he sido muy sensible a los balanceos en el medio marino. Me agarro a la tabla que me sirve de asiento y miro a la lejanía oteando el horizonte como un viejo lobo de mar, espero mantener la pose el máximo de tiempo posible, y no hacer el ridículo frente a las vikingas.
Pasada media hora, ya se divisan siluetas humanas por los aledaños de la “estación marítima”, ya ha pasado lo peor, el donut y el té se han quedado en su sitio.
¿Como parque natural, el pago de entrada es obligatorio. 40 bahts (1€) para los thais, 200 (5€) para los demás, una vez más hacen gala de su sentido de la equidad y quintuplican nuestro valor. Gracias. El sistema de cobro es algo rudimentario, un tipo uniformado como los guardias que perseguían al oso Yogi por Yellowstone, con un fajo de billetes en la mano, va vendiendo las entradas a todos los que no tienen el aspecto de ser thais. Llego con el “pick-up” y el conductor me señala donde se encuentra mi hotel. Empiezo a caminar como Ingvar Kamprad por IKEA y no sé por qué suerte de lotería mi paso por el pórtico que delimita la zona de pago no resulta perceptible al uniformado. Le digo a la persona que me acompaña: “Vista al frente y paso ligero, ma non troppo”. La providencia quiere que me ahorre 240 bahts, será que algo me tiene reservado. En dos minutos llegamos al hotel. Tenemos el primer contacto en recepción con una gente que no es consciente de que vive del turismo, parece que nuestra presencia les molesta, y así lo hago constar en la reputada página de crítica hotelera Tripadvisor. Supongo que se estarán acordando de parte de mi familia. Pero nuestros desencuentros no hacían más que empezar. A la mañana siguiente de nuestra llegada, harto de los ruidos de la habitación. Me presento en recepción y explico el “problemilla”.
“Tiene ustedes allí arriba, junto a mi ventana, un aparato que parece ser una bomba de un depósito de agua que no para de conectarse y desconectarse toda la noche” le explicamos al tipo de recepción. Sin apenas desviar la mirada de la pantalla del ordenador, el hombre me da la razón: “Sí, allí hay un depósito de agua”. Y sigue tan pancho trabajando o haciendo lo que hiciera en ese momento. Mi acompañante, me repite lo mismo que ha dicho el pavo: “Es lo que te decía, es un depósito con motor”. Y tan pancha toma el camino de la playa. “¡Quieto todo el mundo! ¿Cómo que ya está? Estoy pagando 45 euros por noche y tengo una habitación con una ventana que no se puede abrir y un ruido insoportable. Quiero una solución ¡YA!” En Tailandia, cuando ven a un extranjero que empieza a ponerse nervioso, suelen reaccionar. Dejan su actitud Zen y se ponen un poco las pilas. Medio susurrando, se oye una voz desde detrás del mostrador: “Si quieren les podemos cambiar de habitación...”. ¡Hostias! No podía haber empezado por ahí.
Más vale que me vaya a la playa a disfrutar del día porque si no, acabaremos mal. ¡Habrase visto tanto mentecato junto!
Me apalanco en una tumbona junto a la orilla, no lejos del hotel de los bobos. A los pocos segundos aparece “el encargao”. “Son 50 bahts” suelta el hombre. “Hola, buenos días. ¿Tiene miedo de que salga corriendo con mis bolsas, las sillas, la sombrilla, la mesa y un poco de arena en los pies o qué? Le digo, con el humor que traigo después de discutir con el “atontao” de recepción.
El hombre se ríe por ver a un occidental hablar de esa manera, pero ahí sigue clavado en espera de los cuatro reales que le tengo que dar. Algo me queda claro. Ante tanta premura en el cobro de este bien intangible como es el uso del mobiliario, me abstendré de efectuar cualquier consumo en su negocio. ¡Vaya con el avaricioso presuroso! ¡Que le den! He amanecido bien. Me relajo y contemplo como van desfilando los rusos, uno detrás del otro delante de mí. Me duele la espalda sólo de pensar cómo tendrán la espalda esta noche. Su piel lechosa hace que yo parezca mozambiqueño. ¡Madre del amor hermoso! ¿Dónde va esta gente sin una simple camiseta? Si de todas formas, morenos no se van a poner nunca.
La relativa tranquilidad de una playa sobreexplotada se ve interrumpida por una estampida infantil. Un batallón de tiernos infantes toma al asalto el litoral. Una escuela thai ha decidido pasar el día haciéndoles compañía a inocentes turistas como yo. Es fácil adivinar su origen porque no dejan un centímetro de piel a la vista, no tanto por el miedo a que la melanina se ponga a cien revoluciones, sino por el paradójico pudor imperante en el país conocido por el “ping-pong show”. Lo que me preocupa al ver a la chiquillería tan abrigada, es una cuestión de seguridad. Tanta ropa empapada sólo pude llevarlos a las profundidades marinas, como Leonardo De Caprio en Titanic, igualito que un cuerpo plúmbeo e inerte. Algunas niñas llevan sujetador, camiseta para que no se vea el sujetador (que se ve), y bañador estilo buceador del ártico. “¿Para qué tanto lastre, criaturas? Si por mucho que os tapéis, acabaréis pasando por donde pasamos todos: LA PIEDRA.”. Y no me refiero a los hermanos La Piedra ni a la señora de Estrada (la del señor Pipi).
Bien embadurnado para que los rayos UVA, UVB y los del plutonio empobrecido de las radiaciones de un ataque nuclear de Corea de Norte no me causen el menor sarpullido, me sumerjo en las cálidas aguas del Pacífico, una calidez del agua algo sospechosa al estar rodeado de tanto niño.
Tras varios revolcones en la orilla y con las fosas nasales bien despejadas por toda el agua marina que ha pasado involuntariamente por ellas, regreso a mi hamaca a ver las mozuelas pasar. Mientras hago, para mí mismo, análisis pormenorizados de todo ser viviente del sexo opuesto en edad de merecer que pasa por delante de mí, detecto unos movimientos extraños en la orilla a unos 30 metros. Una moto acuática parece haber tomado vida propia y se ha rebelado contra sus captores que la obligan a pasear turistas en su lomo.
Si en los países civilizados, estas armas cargadas por el diablo, han creado cierta polémica relativa a su empleo, imagine el lector como anda Tailandia respecto a legislación relativa al uso de estos vehículos. Un cuadernillo Rubio tiene más contenido que el compendio legislativo thai en materia de actividades lúdico-marítimas. Por otro lado, no hace mucho, saltó la polémica en relación a las estafas que sufren los turistas de manos de las mafias que se ocupan del alquiler de dichos artefactos. A diferencia de otras, en esta ocasión, la fechoría quedó grabada para la posteridad, y para el disfrute de todos a través de YouTube.
Con el humor negro que me caracteriza, le digo a mi acompañante: “Mira, mira. Había un niño jugando en la orilla, y ya no está, jeje”. Pensando que es uno más de mis delirios, no me hace mucho caso y sigue tomando el sol. “Oye, oye. Que había un niño jugando con sus amigos, ha aparecido una moto y creo que el niño está debajo, jeje”, le insisto. Me sigue haciendo el caso habitual. Pero yo sigo disfrutando del espectáculo. Uno de los responsables de los vehículos malditos se precipita y mete sus manos debajo de la moto, que está prácticamente sobre la costa. Es decir que el muchacho no está simplemente bajo la moto, sino entre la moto y la arena. Pasan los segundos y de allí no sale nadie. Mi enfermiza mente me hace disfrutar del momento, tal vez porque, en el fondo, sé que no sucederá nada grave. Sin embargo, se debe reconocer que es impresionante ver cómo de pronto el angelito está y por arte de David Copperfield, bueno, de Yamaha, el protagonista involuntario desaparece súbitamente. Pasados los primeros momentos de desconcierto, surge, cómo de la nada, el chaval con el aspecto de haber estado toda la noche de copas, jajaja. No sabe dónde está la izquierda ni la derecha, como Zapatero. Sale del agua dando tumbos y riendo, no sé si por los nervios o porque ha disfrutado de la peculiar experiencia. No todo el mundo puede decir que ha sido atropellado por una moto acuática.
El que más aliviado se queda es “el encargao” que ve cómo se libra de una buena. Mi acompañante se cae de la parra y me pregunta: “¿Qué ha pasado?”. “Nada, nada, que casi se queda una plaza libre en el hotel”, le respondo mientras observo cómo atan con diversos cabos la pobre moto para que no se vuelva a rebelar.
Pasado el mediodía, después de sufrir las inclemencias del sol tropical, se impone disfrutar de un pequeño retiro en la habitación, la nueva habitación. “Me voy a echar 20 minutos” le digo a mi sufrida acompañante. Los 20 minutos se tornan en 150. Está claro que el sol tiene efectos soporíferos, pero en mi caso la cosa toma tintes exasperantes para quien me acompaña. Cuando me quiero dar cuenta, el sol ya se ha puesto. Es hora de echarle algo al buche. Por lo que he visto durante las horas de luz, la playa cuenta con numerosos establecimientos de restauración que en su mayoría presenta como mayor reclamo el marisco. ¿Marisco del Pacífico a alguien que se ha criado en España? Mal asunto. Tampoco es cuestión de pedir carne de caza. Pero el marisco no va a ser el centro del menú. El problema básico del marisco en Tailandia, reside en que no les gusta el sabor a mar que pueda tener el animal. Por lo tanto, limpian el bicho cinco veces hasta que pierde cualquier atisbo de origen marino, una gamba se convierte en..., en..., en un trozo de caucho alargado que parece..., no sé algo muy raro, alargado y de caucho. “Para eso están las salsas”, me dicen los thais para justificar su sacrilegio culinario. Claro, luego resulta que la renombrada cocina thai se limita a cuatro sabores, sin importar si en el plato tenemos pollo, ternera, pescado, cerdo, gambas o fideos. Todo sabe a la salsa que le hayan querido echar.
Los restaurantes de la isla se distinguen también por algo “muy guay”, hay que comer por el suelo. Debemos situarnos sobre unas alfombras puestas sobre la arena, estirados o en la posición que queramos, aunque genuflexos resultaría algo extraño. La cuestión es que es no hay sillas y las mesas son bajas, o sea que cada uno es libre de situarse como más le plazca, pero las opciones son pocas. Al cabo de unos minutos se te duerme un brazo, luego el otro, luego una pierna, luego la otra, acaba que no sabes muy bien cómo colocarte y terminas en posición fetal con medio cuerpo debajo de la mesa.
Hace ya un par de noches que acudimos al mismo restaurante, está bien situado, los precios no son abusivos, y el ambiente es agradable. La única pega es que está situado junto al restaurante/bar/discoteca más popular de la isla que cada noche cuenta con espectáculos diversos, entre ellos el de los malabaristas del fuego. Personalmente no les veo ninguna gracia, y el olor a gasoil desnaturalizado que van dejando por donde pasan, los hace algo repelentes, prefiero sin duda el olor a keroseno, tal vez por los años que trabajé en aviación.
En el restorán, sin embargo, el que se está ganando mi odio con creces, es el pretendido humorista que “actúa” cada noche. Ya lo tengo calado, cada noche cuenta los mismos chistes y sin molestarse en cambiarlos de orden, además lo hace con una desgana que invita a darle una colleja mientras se le dice: “Si no te gusta tu trabajo, pues cambias, pero no nos amargues la noche que estamos de vacaciones”. Al provenir de una zona turística, entiendo el sistema que consiste en no cambiar nada porque el que cambia es el público, pero todo tiene unos límites; el que viene hoy es probable que venga mañana y más si es sábado. Realmente consigue su objetivo, de lo malo que es...
Me voy a echar un pis, para matar el tiempo, más que nada. En una playa siempre estás ante el dilema: ¿tierra adentro o directamente a la orilla? Supongo que en España no llegaría apenas a plantearse la duda, pero en Tailandia siempre conviene guardar las formas. Me voy hacia lo que parece la cocina del bar. Veo una señora muy atareada que parece desbordada por su trabajo, que es contar billetes... sí, es un negocio con mucho beneficio. De repente, mi mirada se distrae y deja los fajos de billetes a un lado. Ha llegado “La Raja”, un monstruo peludo que asusta hasta a los más valientes. Sí, delante de mí hay un turista tambaleante que parece buscar lo mismo que yo, pero el hombre tiene un pequeño problema del que no es consciente, o sí. Su pantalón de deporte de satén bien brillante, propio de principios de los ochenta, va cayendo un milímetro por cada paso que da, y los pasos que da son muchos y no precisamente al frente. “La Raja” está ahí, amenazante, avanza sin rumbo determinado y acaba perdiéndose en el trastero haciendo caso omiso de los avisos del personal. Mientras me dirijo al excusado (bonita palabra) me pregunto cómo se puede llegar a estar en esas condiciones, cosa a la que me respondo casi de inmediato con sólo hacer memoria de mi propio pasado.
Una vez terminadas las labores propias del lugar, me apresto a volver a mi mesa. De un pasillo que viene y va hacia no sé dónde, hace su aparición nuestra estrella invitada. El olfato o el instinto han hecho que, de momento, haya llegado a buen puerto. Lógicamente, no voy a perderme el espectáculo hasta el final. Hago tiempo hasta que el hombre regresa a su asiento, o más bien desparrama sus posaderas sobre la pobre silla, dándole oxígeno a: ¡”La Raja”! No sé cómo, pero logra alcanzar su mesa sin que se le queden los “shorts” por las rodillas. Me río yo de los chavales modernos que llevan “los pantalones cagaos” para ser modernos, esos son unos aficionados al lado de “La Raja”. Todavía es un misterio la técnica utilizada para mantener unos pantalones de deporte enseñando medio culo, pero sin que llegue a ceder la goma en ningún momento, y deje libre a la bestia.
El hombre se acomoda, algo sofocado por la excursión, y pide el siguiente litro de cerveza.
Cuando regreso a mi mesa, le digo a mi acompañante: “No te vas a creer lo que acabo de ver, era espeluznante, es probable que esta noche tenga pesadillas”.
En la mesa de al lado, un amplio grupo de chinos celebra un cumpleaños. No saben lo dichoso que me hacen. Es la primera vez que oigo el “Cumpleaños Feliz” versión china, no me pregunten si mandarín o cantonés, hasta ahí no llego.
La mesa de los chinos ha sido motivo de discordia con mi sufrida “partenaire”. El ocio excesivo lleva a entablar discusiones y entrar en disquisiciones de lo más absurdo. La cuestión es que los chinos en cuestión han reservado las mesas con antelación. Llevamos más de media hora sentados cuando los hijos de Mao empiezan a hacer acto de presencia, y hay algo que no entiendo: ¿Por qué los camareros han puesto las coca colas y otras bebidas sobre la mesa, si van a estar a temperatura ambiente (tropical) durante más de una hora? “Es normal, en Asia es así. Para eso está el hielo”: me replica con un tono que interpreto como burlón y con ánimo de contradicción gratuita. “¿Que qué? ¿Que en Asia calentáis los refrescos al aire libre para luego enfriarlos con hielo que agua las bebidas? ¡Vamos hombre!” Le digo con cara de mosqueo porque interpreto que me quiere tomar el pelo. “Que sí, que las botellas de litro se ponen sobre las mesas y luego se trae el hielo”, insiste. “!Venga ya! O sea que las bebidas pequeñas van en nevera y las grandes al aire libre. ¡Anda y que te den! Que en España tenemos nuestras cosas pero tontos no somos.” Le digo algo airado mientras me doy la vuelta y, tumbado sobre la arena, miro a los “artistas” del fuego con la esperanza de que algo malo suceda, si no, ¿dónde está la emoción?
Me acabo riendo de la absurda “discusión”, pero todavía a día de hoy, no sé si me hablaba seriamente, más que nada porque en Asia, costumbres más raras he visto.
Amanece un bonito día, pero aquí “bonito día” es sinónimo de sol abrasador. Hoy es día de excursión. En cinco horas nos hemos propuesto recorrer cinco playas, algo aparentemente no muy arduo dados los 15 kilómetros de largo con que cuenta la isla, pero que en vista de estado de la carretera, en singular, no va a resultar un paseo. Algún tramo está peor que si el vietcong y los americanos hubieran montado una “rave” durante tres días consecutivos.
Mi acompañante está a los mandos de la moto. Yo no sé llevar moto. A la edad en que los jóvenes empiezan a llevar moto, yo vivía en Madrid, y los que vivíamos en Madrid no íbamos en moto, íbamos en metro y en autobús.
Para compensar lo infernal de la carretera, las playas son verdaderamente paradisiacas. El sol castiga sin piedad, sin embargo mi crema con factor de protección 90 no permite que mi epidermis padezca las malas consecuencias (ni las buenas) de exponerse al astro rey, claro que cuando vuelvo a casa, nadie se cree que haya pasado cuatro días en una isla del Pacífico.
Llegados a Ao Phrao estamos ya arrugados de permanecer tanto en remojo. Nado junto a unas adolescentes francesas. Como me han oído hablar en thai, no sospechan que pueda entender su idioma. ¡Santo Dios! ¡Qué conversación! Haría enrojecer al mismo Nacho Vidal. Antes de que salga el periscopio, me alejo y voy a cotillear con mi pareja para ponerla al día de cómo se las gastan las niñas occidentales. No se impresiona. Por lo visto, la globalización también ha llegado en este aspecto.
Nuestra primera intención era ver la puesta de sol, bueno, es intención de mi pareja, pero el cansancio y la sugerencia de que volviendo pronto al hotel podríamos ir a un masaje de pies, hacen que termine por renunciar a la vista de un paisaje romántico por una práctica más hedonista.
Han pasado casi cuatro días. Es hora de desplegar velas para regresar a la gran urbe.
Estoy algo inquieto porque desde niño le he tenido pánico al mareo. Creo que me mareo de pensar en el mareo. Se trata probablemente un trauma de infancia que habría que buscar en esos buques de Trasmediterránea que iban de Barcelona a Mahón, y que no eran ni ferrys ni nada que se les pareciera, pero eso, ya es otra historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario