Hay veces en las que uno no logra discernir entre realidad y fantasía. Son eso momentos en los que uno se siente inmune y no calibra los riesgos al considerarse un ser sobrehumano, o algo parecido.
Y esto es lo que inconscientemente me pasa esta noche. Como es ya habitual en las noches de Phnom Penh, acabo de saciar mis ansias de alcohol en el Walk-about. Un lugar entrañable en el que acabamos los “restos de serie”. 24 horas abierto con comida, bebida y, dado el caso, habitación. El lugar perfecto para acabar una noche de desenfreno… mental.
Como el que no quiere la cosa, observo a una damisela de pelo negro y corta estatura a cierta distancia. Como un ofidio, y a sabiendas de que le había echado un ojo, la lagarta alcanza el taburete que se encuentra a mi costado. Se entabla la clásica e insustancial conversación que no conduce a ningún lado, o sí. La cuestión es que charlamos durante un tiempo hasta que mi imaginario sensor de alcohol indica el punto máximo.
Bellezas khmer
Las normas básicas y elementales del putero asiático experimentado excluyen la posibilidad de que cualquier hetaira o similar tenga acceso a las dependencias privadas, pero mi amigo Johnnie me juega malas pasadas, y caigo en el error de proponerle pasar la noche conmigo. Obviamente, los primeros momentos son memorables, por una parte por poder despojarla de sus ropas, y por otra por percatarme de que ya no tengo 20 años y que las erecciones ya no son las de antaño, partiendo de la base de que pueda haber erección…
Ente una cosa y otra llego a cumplir. Cumplir conmigo mismo, porque no sé, ni me importa, se la señorita llegó a percibir algo. La cuestión es que mi ingenuidad hizo que pensara que tras un breve reposo, mi acompañante ocasional iba a desalojar mi cueva. Al segundo ronquido, entendí que la cosa iba para largo. Por vicio o desconfianza no soporto que nadie duerma conmigo, no hablemos ya cuando nos referimos a putas. Ya veía por delante una noche, mejor dicho mañana, sin pegar ojo. Ordenador, móvil, cartera, cámara de vídeo, todo ahí a merced de una puta que podía resultar ladrona. ¡Madre de Dios! ¿Dónde me he metido por meterla? Cómo en las películas, intento dormir con un ojo abierto. Pasan pocas horas y ya esta la jovencilla pidiendo más guerra. Entre la resaca y la falta de benzodiacepinas en el cuerpo, no sé de qué manera alcanzo a reaccionar. ¿Quieres guerra? Pues ahí estoy yo empujando como un jabato, eso sí, un jabato jubilado. Todo bien. Menos la conciencia. Estoy en plena faena y con la sangre casi limpia estoy cumpliendo bien. ¿Bien? Bien jodido estoy. Por pereza, inconsciencia o dejadez no me he puesto un condón. “Por una vez no pasa nada” es la clásica sentencia de los que se quieren engañar a sí mismos. Claro, no pasa nada si la fémina está sana. ¿Y si no lo está? Nunca es sido un temeroso del SIDA, pero existen múltiples enfermedades de contagio sexual que no son el SIDA. Pero en eso momento, cuando el “churro” está en caliente, quién piensa en estafilococos, hepatitis, gonorrea, herpes, blenorragia, etc. . Nadie, lógico.
Estampas de la vida cotidiana en Phnom Penh
Sin embargo, tras el patético polvo, sólo tengo una cosa en mente: “¡QUE SE VAYA YA!”. Pero mi educación como caballero (sí, putero, pero caballero), me impide echarla a gorrazos de la habitación. Aguanto, pongo la tele a un volumen considerable y en francés, abro las cortinas, en resumen de cuentas, hago todo lo posible para que se sienta incómoda. Obviamente no le hago cariñitos ni nada que se le parezca. No sé si por agotamiento o por ansias de ver a sus seres queridos, toma la decisión de marcharse. Aunque sea ateo le doy las gracias a Dios, por fin voy a poder dormir en condiciones, es decir: SOLO.
Paso el resto de la mañana dormitando. Sólo quiero estar en condiciones de operatividad la noche venidera.
Phnom Penh es un pueblo, grande, sí, pero un pueblo al fin y al cabo. Por ello no es de extrañar que en cualquier esquina te encuentres al que estuvo tomando copas contigo ayer o a la guarra que penetraste el día anterior.
¡Tachán! Me paseo en los alrededores del nuevo centro comercial y ahí está Tawán (la de la noche maldita). Me hago el loco y sigo mi camino. Si le hago caso ya se me pega hasta el día del Juicio Final.
Un dato a tener en cuenta
Sigo paseando hasta entrar en el nuevo centro comercial. Es asombroso. No por su tamaño, sin duda, ya que para nosotros no sería más que un emulo de hipermercado banal. Cómo ya es mi costumbre, me detengo a observar el comportamiento del vulgo. Lo primero que me llama la atención, algo ineludible a la vista de un foráneo, es el hecho de que en cada escalera automática haya una o dos personas a modo de instructores sobre la utilización de tamaños artefactos. Entiendo que para el neófito en estas tierras resulte el hecho irrisorio, sin embargo para los que estuvimos por estos lares hace una quincena de años, nos resulta algo llamativo, aunque totalmente lógico si recordamos que cuando llegamos apenas había cuatro calles asfaltadas en este país. Las “multinacionales” allí instaladas no son tales. Son empresas tailandesas que se están apoderando del país. Supongo que para los Mc Donald’s y compañía el negocio no resulta rentable, o son ellos mismos con otro nombre. ¡Vaya usted a saber!
La cuestión es que el desfile de aspirantes a modelos que acabarán de putas, es incesante. Da gusto sentarse a tomar un batido de vainilla, e imaginarse a las sujetas en las posiciones más obscenas. Esto ya es síntoma de que me estoy volviendo viejo, jajaja.
Figuras de la noche en el Heart of Darkness
Llega la noche, bueno, más que llegar es una constante en mi vida. Hago el ya habitual recorrido de bares “phnompenhnianos” y acabo en el “Walk-about” reducto de neófitos y deshechos de la vida camboyana, como es bien sabido, pertenezco a la segunda categoría, por llamarla de alguna forma. Ya sé cómo voy a terminar la noche. Miraré con lástima a los que son más viejos que yo (siendo consciente que en el mejor de los casos acabaré como ellos), contemplaré los cuerpos de las damiselas que juegan al billar poniendo su trasero en pompa y sus pechos en posición horizontal descendente, y me volveré a la habitación tratando de ubicar lo que sería una línea recta en un espacio indefinido (al asfalto de la calle me refiero). Pero algo interrumpe mi poco optimista previsión. Cómo las víboras, un ser se acerca sigilosamente hasta mi posición. Apenas me percato de ello, pero a estas horas, “todo el monte es orégano” y tanto me da ocho que ochenta. La cuestión es que aparece en escena y hace acto de presencia Tawán. Como es lógico, aspira a pasar una noche más en mi compañía, cosa que mi escaso raciocinio del momento no logra entender. Si ayer mi compañía le reportó 0 (cero) euros, dólares, riels o lo que sea, ¿para qué quiere pasar otra noche conmigo? De lo que estoy seguro es que no es por mis “dotes”, más bien lo contrario. No es mi propósito que se me tenga lástima, pero hay que contar las cosas como son. ¿Para qué nos vamos a engañar?
La cuestión es que Tawan intenta camelarme una vez más. No, me niego. Cometí el error de llevar a una hetera a mi lugar de pernoctación. No volveré a caer en el mismo desatino. Mejor es irse a casa sólo que con la duda de amanecer con lo puesto.
Tawán, sin comentarios
Si algo no falta en Phnom Penh, es la diversión. Obviamente no es Disneylandia, pero los que ya somos algo talluditos, el divertimento no es algo que nos deba preocupar. A pocos metros de mi hotel hay multitud de bares con chicas guapas dispuestas a todo por una módica suma. El “problema” está en que la cuestión de cortejar (aunque sea a una puta) se quedó para mí en algo de los ’80. Siento ser muy bruto, pero yo voy a meter con los preámbulos estrictamente necesarios. Aquí te pago aquí te mato (follo). Ni más ni menos. Y en el fondo es lo que ellas esperan. No hablo sin conocimiento de causa.
Si hay hoteles que te alojan por cinco dólares durante unas horas, para qué complicarse la vida.
La vida en Camboya es muy dura. Uno no sabe nunca en qué bar reparar ni a qué fémina penetrar, es muy duro.
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Lo cierto es que Phnom Penh, la capital, es realmente como un pueblo, sobre tod par alos extranjeros que nos movemos en áreas muy restringidas, y que además nos follamos a las mismas tías, cosa de la que nos percatamos unos días después. Menudo pueblo es Phnom Penh.
Recuerdo la noche en que me robaron el móvil en el nuevo “mall”. Inocente yo, fui a pedir algo de comer en un sucedáneo de Mc Donald’s, y al alejarme de la caja, me percaté de que mi Nokia N70 había desaparecido de mi cinturón. Removí tierra y cielo, pero el hecho es que mi aparato no apareció por ningún lado. Incluso ofrecí una recompensa de 200 dólares a los pavos que siempre están delante del hotel. .Nada, resultado cero patatero. Hijo/a de puta el que me lo robó. Estaba hundido. Realmente los datos que había en el móvil estaban registrados ya en mi ordenador, pero era la rabia. No tenía ganas de nada, sólo quería quedarme en la habitación y dormir. ¿Iba a arreglar algo con esta actitud? Obviamente no.
¡Me dio el punto! Mi desequilibrio mental me conduce a llevar a cabo ciertos actos que no serían de recibo en mentes biempensantes. Tonterías.
Diversión al estilo khmer
Tumbado frente al televisor, viendo cualquier chorrada, pienso. “Basta ya, vámonos de marcha a ver lo que pasa”. Dicho y hecho. Me incorporo, me lavo y me visto. Peor hoy es una noche especial, más que nada porque así lo he decidido. Me enfundo mi uniforme de aviación, cosa que no hago a no ser que viaje. Me da todo igual y estoy de mala leche. Sólo espero que alguien se meta con mi uniforme para saltar.
Me paseo de bar en bar, veo a ciertos individuos esbozar una sonrisa, que delata su envidia al no poder lucir galones de ningún tipo. Me da igual, lo único que quiero es olvidar que mi móvil ha sido robado. ¡Qué les den a los que quisieran tener algún uniforme digno de ser llevado!
Hale, toda la familia junta
Camboya puede no ser tierra de perdición para el que llegue con cierto equilibrio mental y las ideas claras sobre qué viene a hacer. Caso que no es el mío, como bien sabe el que haya seguido mi carrera por estos lares. Yo ya sabía donde me metía, y no me equivoqué. No diré si para bien o para mal, la cuestión es que ya he incluido Phnom Penh en mi ruta de lugares de obligada visita., tanto para bien como para mal. Entiéndase el mal como un eufemismo para la buena vida malsana, creo que me explico suficientemente.
Las “atracciones” turísticas de la ciudad ocupan, en la agenda del típico turista, apenas un día entero. Para el que gusta de investigar la noche, el límite lo determina la propia capacidad física. Cada año nacen nuevos lugares dignos de ser visitados, pero los habituales, solemos ceñirnos a los locales “de toda la vida”. El problema en Camboya no es si vas a copular o no; es con quién lo vas a hacer La verdad es que Phnom Penh puede ser denominada la Sodoma y Gomorra de este siglo. ¡Menuda lujuria! El que no penetra es tonto o está pasado de alcohol …
Las noches pasan una tras otra. Y mi vida sigue degenerando a marchas forzadas, me da igual. Sé que adentrada la noche estaré hasta arriba de whisky, y todos mis dolores y penas quedarán anegados por el precioso líquido. Me dará igual ocho que ochenta.
Cuando la vida es pura diversión, aunque muchos no lo crean, la cuesta resulta más pronunciada. Paradojas de la vida.
Bellezas autóctonas
Hoy me paso por el nuevo centro comercial a encargar algo de comida en el sucedáneo de Mc Donald’s que han montado los tailandeses en tierra khmer. Lo cierto es que lo único que me interesa son los cartones Marlboro nueve (9) dólares., pero como adicto consumista que soy, me paseo por todo el supermercado en busca de productos. Mi s secciones favoritas son las de aperitivos (Cheetos) y refrescos “extraños”. En la primera me topo con unos Cheetos picantes jamás vistos en España, una delicia. En cuanto a refrescos, al margen de los habituales que se pueden encontrar en cualquier supermercado español, encuentro una lata de Fanta Lychee, una pura ambrosía que no creo que se llegue a catar en Europa. También encuentro ”Coke Vainilla”, es decir , Coca-Cola con un regustillo final a vainilla, otra delicia que no creo se que se llegue a catar por las tierras del viejo continente.
Una vez hecha la compra sólo me queda volver al hotel, lo que supone “batallar” de nuevo con la legión de moto-taxis que me esperan a la salida. Visto desde una perspectiva lejana, resulta estúpido y vergonzoso regatear por 40 céntimos de euro, pero hay que hacerlo en pro de los que vendrán más adelante.
Pero un percance se entrepone en mi feliz existencia. En la cola del Burger XXX me afanan el móvil. ¡Hijos de puta! Busco entre la morralla que me circunda, pero no. Le digo adiós a mi Nokia N70. Desesperadamente busco a los agentes de seguridad del centro comercial, reclamo la presencia de la policía. De paso aviso a otros extranjeros de que hay ladrones por la zona, me consta de que toman cuenta del asunto. Todos mis movimientos son en vano. En el fondo lo sé, basta ver a los que nos “protegen”. Apenas me preguntan sobre el aspecto de los que me pueden haber robado. “Tenían cara-chinos como vosotros, hijo de puta” era lo que se me ocurría decirles, pero la corrección obliga a mantener la compostura hasta en los peores momentos. Hace unos años esto no pasaba en Camboya, pero la llegada de centros comerciales y su modernidad conlleva estos riesgos. Ya quedo sobre aviso. Y quien me lea ya sabe que debe levar el móvil a buen recaudo.
¡Maldita sea! El obvio disgusto me hace dejar la comida encargada en su lugar. Lo único que quiero es volver al hotel y encerrarme en mi habitación a pensar lo gilipollas que he sido al dejarme robar el móvil. No quiero saber nada de nadie. Pongo la tele, creo que TVE, y me tumbo mientras me fumo un cigarrillo.
Hay una verdad que con el paso de los tiempos he comprobado que es irrefutable: “La cabra tira al monte”, y no lo digo por nada. Si bien mi decisión es no salir por lo contrariado que me siento, poco a poco voy mascullando entretelas la posibilidad de hacer una escapada. Pero no va ser una excursión cualquiera, no señor. La mala hostia me sigue corroyendo por dentro, y cuando se da esta situación, sé que suelo hacer cosas "raras” aunque no peligrosas, ni para mí ni para mi entorno.
¿Qué hago? Pues me voy a ir de parranda con mi uniforme de aviación. Soy consciente de que voy a ser el objetivo de múltiples chanzas y chascarrillos por parte de los occidentales, que vestidos como un turista propio de la Playa de Palma en pleno mes de julio, envidiará mi indumentaria. ¿Y qué más da? Estoy aquí para desahogarme y de paso reírme de todo el que me lance una mirada de desaprobación. Hago mi ronda habitual para acabar en el “Heart of Darkness”. Como tengo ya archicomprobado, un uniforme siempre impone. Pero claro, uno nunca sabe hasta qué punto una simple camisa y unos galones pueden resultar de utilidad.
Todo local tiene sus normas
Lo cierto es que hoy me lo he enfundado como un acto de rebeldía o más bien de reafirmación de mi vilipendiada seguridad. Sí, ya sé que voy a ser el objeto de todas las miradas, pero tanto me da.
Una vez e el local, trato de ubicarme en mi lugar habitual. Curiosamente todos mis movimientos resultan más fáciles que cuando voy de “paisano”. Pero las sorpresas inesperadas sólo acaban de comenzar. Parece mentira lo que hace un simple y vulgar trozo de tela … En mi rincón predilecto se suelen ubicar negros (siempre he odiado el eufemismo “de color”), generalmente dedicados al tráfico, no al urbano precisamente. Y no lo digo en balde, sino por informaciones de los lugareños, conocedores de las actividades de cada uno. Para más INRI, dichos sujetos hacen gala de un poder económico nada propio del lugar, y se a esto le añadimos que siempre están rodeados de mujeres de aspecto impecable y de su raza, la conjunción de todo estos elementos nos lleva sospechar. Pero en el fondo me da igual, no he venido aquí a ver lo que hacen unos africanos en Camboya. Lo único que me llama la atención es que por el simple hecho de llevar un uniforme con galones, los negros que ayer no me miraban ni de reojo, hoy me acogen como un hermano de toda la vida. Me invitan a su mesa. Me ofrecen bebida. Uno de ellos, el jefe, supongo, me casi me conmina a llevarme a una de sus mujeres “gratis total”. Tanta amabilidad me abruma y me contraría a la vez. ¡Ojalá me hubiera encontrado en semejante circunstancia otro día en el que no estuviera del humor en el hoy me encuentro! “Gracias, gracias” no paro de repetir. Ahora ya lo sé. La próxima vez que salga, iré con mi uniforme. Seguro que “pillo cacho” sin tener que pasar por caja. No acabo de creerme que una simple prenda resulte tan determinante en tantas situaciones, lo último que me esperaba era tener putas gratis.
Por las calles de Phnom Penh
Volvamos al asunto que centra nuestro relato de hoy: Tawán.
Siempre he pensado, como la mayoría de los seres biempensantes y que se rigen por la lógica, que no hay nada gratis. Desde el primer instante me llamó la atención el hecho de que Tawán no me pidiera ni un real. Bueno… puede ser que le haya caído en gracia y mis penosos “polvos” le hayan hasta hecho gracia, aunque tiendo a pensar que es más bien la comodidad de mi alojamiento, con su amplia cama y un baño con agua caliente, con el “bonus” añadido de tener la posibilidad de pasar unos días gozando de estas comodidades. No sé me da igual. Pero claro, la vida no es de color de rosa. Además de su extraña ninfomanía, comprensible hasta cierto punto, había algo más. Algo que le hacía cambiar de pareja con cierta asiduidad.
Al igual que los huevos Kinder, Tawan guardaba una “sorpresa” en su interior. ¡Ah, claro! No podía ser otra cosa de otra índole. Llegó el día y la siempre inoportuna y repelente gonorrea hizo acto de presencia. Fue durante mi estancia en territorio nipón, en concreto frente a un ultramoderno retrete electrónico con chorros regulados, en intensidad y temperatura, según el gusto del cliente. Todo ello en plena ciudad de Osaka. ¡Maldita sea! Tanto ímpetu y pasión puso la camboyana ,para luego transmitirme unos estafilococos tan perniciosos. Afortunadamente (desdramatizando la situación), no era la primera vez que me sucedía, por lo que no me alarmé como un neófito en cuestiones venéreas, simplemente me indigné, no por ella (pobre criatura) sino por mí, por haber sido tan imbécil de copular sin protección. ¡Maldita sea mi suerte! Pensaba frente al ultra-moderno evacuatorio. Ahora voy a ir paseando mi blenorragia por medio mundo, rumiaba en mi interior.
Hasta cierto punto me da igual que se hagan campañas para la prevención del SIDA, porque la realidad es que se atrapan más enfermedades venéreas de otro tipo (véase mi caso) que no la enfermedad maldita.
Muchos son los que predican la inexistencia del SIDA, allá ellos y que les vaya bien. Pero que no me vengan a predicar estos mismos sujetos la inexistencia de la gonorrea, la hepatitis, la sífilis y demás ETS, que acabaré agarrándolos por el cuello y les presentaré a un par de amigas para que las penetren sin preservativo, a ver si hay huevos. No los habrá, obviamente.
No es la primera ni la segunda vez que por mi falta de raciocinio (a las seis de la mañana con más elementos químicos que leucocitos en la sangre) he cometido el error de “entrar en una casa en ruinas” y pagar las consecuencias.
No quiero que mi discurso resulte moralizante. Me remito a MI propia experiencia. El que desee eyacular fuera de una bolsa de plástico, que lo haga en el rostro de una bella damisela, cosa que resulta enormemente gratificante.
¡Cuánta gente he conocido que han pasado largos meses desesperados pensando en que podían haber sido contagiados de SIDA por una noche de locura! Lo curioso es que nadie me habla nunca de la hepatitis C que se queda permanentemente en el cuerpo humano y limita las funciones hepáticas. Las enfermedades venéreas son múltiples y existen a ciencia cierta, ni los negacionistas del SIDA pueden rebatirlo, por ende es obligatorio el uso del preservativo. Pero “en casa del herrero, cuchara de palo”, y como es de suponer en mi caso, hago oídos sordos a mis propios consejos. Ahí cada cual con su conciencia.
No sé si es por mala suerte o es un designio divino, tanto me da por mi condición de ateo. Pero frente a los designios insondables que guían nuestras vidas, y a la más pura resignación que pueda asumir un ser humano, por putero incondicional que sea, y frente a la indeseada e involuntaria costumbre de contraer enfermedades propias de su condición, sólo me queda exclamar: ¡Arrea con la gonorrea!