Tras un largo período de descanso en España, regreso al fin a la tierra prometida: Tailandia.
Este país tiene un problema, y es que no trae prospecto. La posología varía de un individuo a otro, en mi caso, no sé a ciencia cierta cuándo me he pasado en la “dosis” a tomar y por ende es hora de regresar a la patria para retomar una “vida normal”, si es que alguna vez podría encuadrarme dentro del grupo de personas con “vidas normales” que yo, más bien llamaría anodinas.
La cuestión es que ya estoy de vuelta por el reino de Siam. Una vez desintoxicado, es hora de volverse a intoxicar, eso sí, siempre por el camino de la legalidad que la justicia por estos lares no está para bromas.
Dado que uno se vuelve comodón con los años, me gasto unos euretes de más y viajo con Thai Airways directo desde Madrid. Atrás quedaron los tiempos en los que por ahorrar 100 euros me pasaba horas tirado en los incómodos asientos de cualquier aeropuerto europeo. Por añadidura, siempre es un placer viajar con la compañía que más premios ha obtenido por el servicio a bordo, aunque hay que reconocer que ya va siendo hora de ir cambiando la flota, que el 747 con el que vine la primera vez sigue siendo el mismo, aunque lo hayan repintado y la hayan cambiado la moqueta. Que tomen ejemplo de Singapore Airlines, una compañía que en cuanto oye que se va a fabricar un avión nuevo, es la primera que grita: “¡Me lo pido!”
Servidor hablando directamente con Dios
El aparato está a rebosar, sin embargo, uno que está curtido en la materia procura ingeniárselas para viajar lo más cómodo posible, lo que implica disponer de más de un asiento. Cada vez soy más “asozial” (como gusta decir a los germanos) y no soporto estar sentado durante 13 horas al lado de alguien que no sé de donde viene ni a donde va, bueno no en “stricto sensu” porque estamos en el mismo avión, pero vaya, que igual es un tío de 120 kilos que ocupa asiento y medio (como me pasó el año anterior) o un pesado que hiperactivo, rara es la ocasión, por no decir nula, de que se siente a tu vera una espectacular joven que además desea conversación. Manejando pues las estadísticas he llegado a la conclusión de que era necesaria una estratagema que hiciera posible una apacible travesía sin compañía. No hay que ser ingeniero, pero sí haber pasado muchas horas en los aviones. Pongamos de ejemplo el 747, más conocido como Jumbo, el de la chepa. Sus tres últimas filas, en sus laterales, cuentan con dos asientos en cambio de tres, por lo que si se pide ventanilla, dispondremos de un espacio complementario que no tienen los que están encajonados entre la ventanilla y el que se sienta en medio (el que peor lo pasa, jajaja, no puede mirar por lo que pasa fuera y si quiere salir tiene que dar la brasa al del pasillo). Segundo punto a tener en cuenta: gran parte de las compañías dejan libre la última fila de asientos por diversos motivos que sería largo explicar. La cuestión es estar lo más cerca de éstos para poder ocuparlos a la mínima señal de que no van a subir más pasajeros a bordo. El que trabaja en esto sabe que basta con estar un poco atento a la megafonía y escuchar la frase: “Boarding completed”. En ese preciso instante, uno se levanta y se acomoda donde nadie se va a sentar. La última ocasión en que me salió bien, dispuse de cuatro asientos para dormir a pierna suelta.
En esta ocasión varío un poco mi estrategia. Junto a mi tengo a un joven francés o suizo que habla español. Como el que no quiere la cosa le comento lo de los cuatro asientos libres de atrás. Se queda algo sorprendido de mi conversación. Generalmente la gente habla del tiempo o de las vacaciones que va a pasar. Yo no, yo hablo de asientos libres. No quiero parecer grosero y hacerle creer que su presencia me incomoda, aunque así es. Voy leyendo las revistillas que encuentro en el bolsillo delantero del asiento mientras espero oír la frase esperada y ese sonido tan particular que se produce en el avión cuando se cierran las puertas y el aparato queda sellado hasta el destino. “Ahora, ahora, tira, tira para allá que se han quedado los asientos libres” le digo de sopetón. Algo sorprendido y sin saber muy bien qué hacer decide levantarse por la premura que se intuye en mis palabras. Deja todo lo que tiene ahí y se va a sentar. ¡Ya me he librado del parásito! Tengo dos asientos y medio para mí solito. Una vez alcanzada la altura de crucero, me giro para ver al chaval. Le miro y levanto disimuladamente el pulgar. Asiente con la cabeza. ¿Qué más quiere? Gracias a mí, dispone de cuatro asientos para dormir como un rey.
Su Majestad el Rey de Tailandia. Se le quiere mucho por aquí.
Pasadas algo menos de dos horas, nos sirven el almuerzo, más o menos lo de siempre. Después de tomarme el té de rigor, saco mi cajita de “gominolas multicolores” y me tomo un cocktail químico que tumbaría a un elefante en plena savana. Antes de quedarme atontado, preparo el equipo completo: almohadilla hinchable para no levantarme con tortícolis, antifaz para que no me moleste la luz de algún amante de la lectura a horas intempestivas, tapones para los oídos para no oír a los emocionados turistas comentar sus próximos planes, mantita para que no vean que me duermo con la mano en los “güís” y evitar un espectáculo bochornoso en caso de erección involuntaria. El silencio absoluto me impide conciliar el sueño, por lo que me pongo los auriculares durante un rato hasta que mi cuerpo me indica que por mis venas hay más agentes químicos que glóbulos rojos y es hora de entrar en trance. Parece mentira, pero de este modo, y nunca mejor dicho, unas siete horitas se pasan volando.
Con el nuevo aeropuerto, en Bangkok se han acelerado un poco los tediosos trámites de inmigración. Aprovecho la cola para llamar a una amiga y refrescar mi thai que se ha oxidado un poco durante mi estancia en España. Con todo el equipaje en el carrito subo hasta la planta de salidas, donde pillar un taxi resulta algo más económico. En apenas media hora llego a mi nuevo hogar. Sí, me he mudado. Tengo una nueva vivienda en un barrio en el que los blancos somos tan pocos que cuando nos cruzamos nos miramos pensando “¿y ése quién será?”. El apartamento está como lo dejé cuando me lo entregaron, con tres muebles, las bolsas que dejé antes de marcharme y cuatro botellas de agua. Menuda pereza ponerme a hacer la cama, pero no me queda más remedio si quiero tumbarme un rato. Me tumbo, pero la cantidad de tareas que me quedan por delante me impiden conciliar el sueño. Me pongo algo fresco de ropa, cojo el papeleo que me hace falta, una bolsa y a la calle. Tengo que ir a cambiar los euros que he traído a una casa de cambio que siempre te da algo más que los bancos, por lo menos como para pagarte un par de putas o los whiskies de un par de noches. De ahí voy directo a mi banco a realizar el ingreso y a renovar mi VISA que ha caducado hace un tiempo. El cansancio llega a ese punto en el que no notas ya nada, no sabes si estás medio dormido, estás soñando o estás dopado. Llamo a mi amigo Leo para ver si está en su oficina, le llevo unos embutidos de la tierra, que siempre vienen bien. Nos tomamos un café y comentamos las últimas novedades acaecidas por estos andurriales. Afortunadamente, a pesar de la situación socio-económica nada favorable que está atravesando el país, lo que a nosotros nos interesa (“Bangkok la nuit”), está como siempre o mejor. Quedo con Leo para salir el viernes, como es habitual, y me voy a ver mi profesora de thai. Le llevo una botella de Patxarán, le gusta catar licores y me pidió uno español. Estamos de charleta media hora hasta que llega un alumno. La falta de sueño está empezando a hacerme perder la noción espacio-tiempo. Es hora de volver a casa. Cojo el metro y en menos de 15 minutos ya estoy a un tiro de piedra de mi casa. No sé cómo, saco fuerzas de donde no las hay y me desvío al Carrefour. Sí, efectivamente, aquí también hay Carrefour, y el ambiente es el mismo pero con “cara-chinos”. Lo curioso en Bangkok es que todos los centros de la cadena están en el centro de la ciudad, cosa prohibida en Europa. Compro lo más indispensable, ya que no recuerdo qué tengo en las bolsas que dejé, y me voy, está vez sí, a mi hogar, dulce hogar. Por no tener, no tengo ni perchas, bueno, tengo tres. Dejo la ropa colgada del pomo del armario porque no tengo ni sillas. Pongo el aire acondicionado el culpable de mis visitas al hospital), me tomo una pastillita y a dormir, que esta noche tengo que triunfar. Tengo un vecino “generoso” que tiene su conexión wifi abierta, lo que me permite escuchar Ondacero mientras procuro conciliar el sueño. Es curioso escuchar a Carlos Herrera decir “buenos días” mientras aquí está anocheciendo. Doy vueltas y más vueltas. Creo que no voy a llegar a dormir nada, pero por lo menos descansaré. ¡A la mierda! No es una noche más, es la primera de una nueva temporada por tierras asiáticas. Una noche en que hago un primer análisis que determinará el devenir de los próximos meses. Me atuso de nuevo, mientras en mi ordenador portátil, Amaya Montero, la de la Oreja de Van Gogh (¡NO “LA OREJA DE BANGKOK” COMO ME DICE TODO EL MUNDO!) canta una canción que dice: “muchas noches por delante, demasiadas por detrás”. Doy por hecho que en ningún momento se pensó en mí y en alguna tailandesa a la hora de componer la letra, pero quién sabe …
Los de Wall Street siguen funcionando por estas tierras
Una vez aseado, me pongo la misma ropa que he dejado colgada antes, me echo mi Armani clásico, salgo a la calle y paro el primer taxi que veo. Una de las ventajas de esta ciudad es que hay casi más taxis que utilitarios particulares, al margen de sus tarifas que en rara ocasión llega a los dos euros. Como suele ser costumbre ya, los taxistas sólo por mi acento al indicarles el lugar al que quiero ir, deducen que hablo algo de thai, y aprovechan para saciar su curiosidad. Como ya me sé el diálogo de memoria, me sale tal cual nativo fuera. Basta para decir España para que te hablen del Real Madrid, el Barça, y alguno te comenta lo de los toros. Dado que no me interesa el fútbol en demasía y menos los toros procuro encaminar la conversación por otros derroteros, pero con tacto, no vaya a ser que toque un tema “molesto” más teniendo en cuenta que en estos momentos seguimos con un gobierno impuesto por los militares y el derrocado primer ministro lleva más de un año fuera chinchando todo lo que puede. La carrera no se alarga mucho, y la verdad es que se me da mejor practicar thai con las titis que con los chóferes.
Llegamos a destino. Salgo exultante del vehículo. Parezco un niño recién llegado a Disneylandia, sólo que en cambio del Pato Donald, Pluto, la Bella Durmiente y la Cenicienta, me esperan y saludan con la mano y me agarran un grupo de putillas, tan cariñosas ellas siempre. Al igual que en el parque Disney, también hay espectáculos, y ahí me voy yo, a ver un show de los que animan a cualquiera. Hace unos meses el Sheba’s era uno de los mejores garitos para ver espectáculos amenizados por impresionantes damiselas.
La emoción me embarga por momentos, estoy a punto de volver a ver a las ninfas que tantas noches me han acompañado en mi soledad. Cruzo el umbral de la cueva y ahí están ellas, esplendorosas como de costumbre, bailando, la mayoría desacompasadas como si la música fuera un ruido de fondo, pero qué más da, en el fondo lo que menos importa aquí es la música. Las luces se apagan, las chicas bajan del escenario, y se encienden unos tenues focos rojos, suena una atronadora música que hace presagiar el inminente comienzo de algo espectacular. Cuatro jovenzuelas suben por la escalerilla y se sitúan estratégicamente a lo largo de la escena, la más ataviada lleva pendientes, un piercing y una goma para el pelo. Cambia la banda sonora y comienzan sus provocadores contoneos. No tardan en formar pareja de hecho. Dan rienda suelta a su “amor” como si en su alcoba estuvieran. “Lengua aquí y lengua allá, y mójate y mójate”, les canto parafraseando el “Maquíllate” de Mecano.
El Sheba's. Es más grande la fachada que el local, o casi.
Lo más llamativo de lo que presencio, no es tanto el hecho en sí, sino que más que al alcance de mi mano, las tengo al alcance de mi lengua. Al margen del espectáculo que se desarrolla sobre las tablas, está el de los espectadores atónitos ante lo que están presenciando. Mi fijo particularmente en un japonés que está literalmente con la boca abierta y los ojos que se salen de sus órbitas, y me consta que no es una pose. Y lo entiendo, porque para el novato en estos parajes lo que aquí se ve es para quedarse boquiabierto.
Las mozuelas cambian hasta una docena de veces de posición para que podamos verlo todo desde todos los ángulos, para que podamos verles bien el “mocarrón” (neologismo creado por Leo y yo para referirnos a toda la piel que sobresale los labios mayores). La apoteosis llega cuando siguiendo una casi perfecta coreografía se colocan, recostadas o a cuatro patas, una detrás de otra a modo de tren. Las “conexiones” entre un “vagón” y otro están a buen seguro bien lubricadas y si no, ahí están ellas lubricando. El ambiente está caldeado al máximo, unos anglosajones hacen la ola y nos conminan a todos a seguirles, silbidos, aplausos, gemidos, todo se entremezcla. Baja la música y el cuarteto se dispersa, se pone en pie y saluda a la fervorosa concurrencia. Éste es sin duda uno de los números más aclamados del Sheba’s, pero hay más a lo largo de la noche, si bien giran en torno al mismo tema: “yo te como, tú me comes”. No participan nunca elementos masculinos, cosa de agradecer por los agravios comparativos que pudieran llegar a producirse.
Es hora de cambiar de local y retomar viejas amistades. Para ello será necesario ir hasta el “Raw Hide”, sin duda el mejor bar del momento en soy Cowboy, de ello da fe la gran afluencia que se produce a diario. El secreto reside probablemente en la gran calidad tanto física como psíquica de las trabajadoras y jefas, por no hablar del los espectáculos continuos con los que deleitan a la clientela. No son, tal vez tan “hard-core” como en el Sheba’s, pero la calidad artística es muy superior. Allí es donde paso, casi a diario, por lo menos un par de horas. Obviamente hace tiempo que he pasado a ser considerado VIP.
Nada más entrar, ya soy reconocido por alguna jovenzuela. “¿Dónde estabas? ¿Qué hacías? ¿Cuándo has llegado”. Me bombardean a preguntas, entre respuesta y respuesta me pido un Johnnie Black, que cuando empiezo, sólo me detiene mi alcoholímetro interno. Hay muchas caras nuevas, cosa de agradecer en este tipo de locales, otras han desaparecido. No pregunto por las “perdidas en combate”, pues probablemente obtenga alguna mentira como respuesta, rara es la vez en que me han dicho que fulanita o menganita s ha ido a trabajar a la competencia, lo que supondría una potencial pérdida de un cliente si yo fuera fan de dicha persona.
Preparado para el combate
Por lo que veo a mi alrededor, vuelve a ponerse de moda el vello púbico, sin duda no con la frondosidad de los ’70, pero no parecen ya todas ranas, como hasta hace muy poco tiempo.
Tras los pertinentes saludos, surge de mí ese ser perverso que analiza cualquier fémina que se le ponga por delante. Resulta obvio que la alimentación en Tailandia ha mejorado con los años, basta ver a las mozas más jóvenes. Las de más edad llegan a aparentar a pre-púberes (son las que utiliza El Mundo TV [y luego Antena 3 y Telecinco] para decir que hay prostitución de menores en Tailandia) y las que apenas alcanzan la mayoría de edad parecen mujeronas expertas en todo lo que se les ponga por delante, cosas de la vida.
Los whiskies van cayendo uno tras otro. Saco mis manos a pasear y le doy la bienvenida a toda la que se acerca a mi radio de acción. ¡Alegría! Estoy en el Raw Hide, y aquí vale todo, mientras te sepas comportar.
Cuando pienso que mis amigos españoles pagan hasta 30 euros para, ÚNICAMENTE, invitar a una copa a una puta, se me cae el alma al suelo. Lo máximo que te pueden pedir aquí es una copa que cuesta dos (2) euros y están la mar de felices, sin esa cara de amargadas de “tengo que pagar a la mafia que me ha traído aquí XXX euros”.
Pasan las horas y veo que la policía no cierra el local. Está bien claro que estamos en periodo electoral y nadie se quiere ganar enemigos, ciertamente no entre los extranjeros, que les importamos bien poco a efectos electorales. La cuestión está en que si el gobierno actual (impuesto por un golpe militar) molesta a nuestras niñas, nuestras niñas no les votaran. Es de cajón.
En vista de que la hora de cierre no es cierta, opto por desplazarme hasta mi amado soi 13 de Sukhumvit. No sé qué encontraré allí, pero seguro que más de un conocido o conocida está allí tomando la penúltima copa.
Por el camino, entre el soi 21 (soi Cowboy) y el soi 13 (el de las almas perdidas), se deben pasar varias fases, como si de un video-juego se tratara. Primera fase: bares de calle con atrayentes ninfas que te invitan sentarte. Segunda fase: niños mendigos que sólo espantas poniendo cara de mala hostia. Tercera fase: punto de la acera angosto en el que te asaltan travestidos con aparentes buenas intenciones y de paso te roban la cartera. Una de las opciones para superar dicha fase es hacerse el loco, hablar solo moviendo los brazos y/o hablar tailandés y amenazarles si se acercan a menos de un metro. Otra opción que también he utilizado para superar la prueba más difícil, es decir con voz profunda y cara de pocos amigos: “mecagoenlahostiaputomaricóndemirdaveteatomarporculo. Todo de un tirón. Resulta infalible. Sólo atacan a los turistas incautos que les siguen la corriente creyéndose Richard Gere por un momento. Todavía recuerdo lo que presencié el año pasado. Uno de estos desgraciados le robó la cartera a un blanco, éste se percató de inmediato y le soltó un derechazo en todo el careto al travelo, que hasta yo que estaba a cierta distancia, pude oírlo. ¡Bien! Grité en mi interior, mientras veía al engendro intentado recuperar el equilibrio con las manos en el rostro mientras alguna gota de sangre fluía entre sus dedos. No quiero decir con ello que la comunidad travestí sea un foco de delincuencia en Tailandia. Los seres de este género indefinido son legión en este país, y los que circulan prostituyéndose por Sukhumvit son minoría, pero una minoría a tener en cuenta si uno circula por esta zona.
Con el recuerdo de haber estado henchido de satisfacción por haber presenciado algo que me habría gustado protagonizar, pero que me impide mi escasa corpulencia y mi nula habilidad en la lucha cuerpo a cuerpo, me encamino presuroso a la estación terminus, el soi 13. Para mi sorpresa, la concurrencia es escasa, de acuerdo que las fechas no las de máxima afluencia pero no deja de ser extraño que apenas haya unas cuantas mesas ocupadas. Por otro lado, gracias a la mínima clientela, soy recibido tal cual alto dignatario en país extraño. Me traen de inmediato el asiento más mullido y confortable que encuentran. Inútil pedir la bebida, de hecho, no me conocen por mi nombre sino por la bebida que tomo, “Black Sprite, cuanto tiempo sin verte” me dice la jefa. “Sí he andado muy liado por mi país” le respondo como si fuera verdad lo que digo. Me acomodo en un lugar estratégico para controlar a los viandantes que pasean arriba y debajo de la calle Sukhumvit. De un momento a otro pasará a ciencia cierta algún conocido, o mejor, alguna conocida. Y efectivamente, apenas terminada mi primera copa, recordemos que aquí las copas miden la mitad que en España, aparece en la lontananza mi amiga Mickey Maow (más conocida por la gente como Nan). Aquí no se estila, afortunadamente, lo de los besos y abrazos, un trámite algo embarazoso en algunas ocasiones en que no sabes si toca beso o mano. Así que nos saludamos con un simple “Sabai dii mai?” (Hola qué tal). Por naturaleza, las féminas que pululan por estos andurriales son gorronas, o sea que la segunda frase que oigo es “¿me invitas a una cerveza?”. “Claro, cómo no. Pero no te acostumbres”. El primer día, por la euforia y la alegría soy más dadivoso, cosa que s me pasa a medida que los dígitos que aparecen en mi libreta me indican que mi economía va menguando a pasos agigantados, momento en el que las invitaciones disminuyen drásticamente y pasan a convertirse en “sobornos” para obtener favores.
Mikcey Maow (Nan) y compañía
Por lo que me cuenta, y averiguo yo posteriormente, los locales de ocio vuelven a cerrar a horas más tardías, de ahí la escasa afluencia de clientes en el soi. Supongo que la “generosidad” de la policía a la hora de permitir cierres más tardíos se debe a que las elecciones están próximas y el gobierno no quiere molestar demasiado.
Transcurre la noche sin más novedad, los whiskies caen uno tras otro y el morro de Nan va en aumento al solicitar más bebidas. Un día es un día, y por dos euros que cuesta su litrona, tampoco es cuestión de ponerse a discutir.
Mi cuerpo dice ¡basta! y entre el desfase horario y lo que circula por mis venas es cuestión de pensar en una retirada digna, no vaya a ser que el primer día ya dé el espectáculo tragándome la acera o entrando con dificultades en el taxi. Rumbo a mi nuevo hogar que ya es hora de estrenar la cama en condiciones, a ver como se viven las resacas en el nuevo colchón un punto a tener en cuenta, vital para mi existencia.