Una práctica habitual en Asia es la de dispensar las pastillas, por lo general, por unidades. Es decir, si a uno le hacen falta cinco comprimidos, pues se le venden cinco, y no una caja de 20. Supongo que este sistema será de difícil implementación en España por presión de las poderosas industrias farmacéuticas que verían mermados sus ingresos.
Mi inquietante interés por el suicidio me ha hecho ver que esto es el paraíso terrenal para cualquier suicida que quiera morir dignamente en un lugar que se puede asemejar al paraíso. Un edén semejante al prometido a los pobres ingenuos palestinos que se inmolan con la esperaza de alcanzarlo en un pispás, lo único que veo que entraña cierta dificultad es encontrar 40.000 vírgenes en Camboya.
La siempre agradable tripulación de Air Asia
Hace un par de años me llamó una escueta noticia aparecida en los medios de comunicación españoles: el hermanastro de Lady Di se había suicidado en un hotel de Phnom Penh. Bueno …, como suelen decir en estas ocasiones, “había fallecido en extrañas circunstancias en la habitación de su hotel” o también “tenía problemas de sueño y se excedió con las pastillas, unos bonitos eufemismos para ocultar una tormentosa historia de drogas y alcohol. Debo reconocerle el buen gusto al hombre; Phnom Penh es el lugar ideal para efectuar el tránsito: mujeres, drogas legales e ilegales, alcohol y todo lo que a uno se le antoje, un “pack” completo por un módico precio.
Mi retorcida mente me lleva a buscar el lugar del óbito a modo de homenaje a los suicidas famosos del mundo. Me planto en el “hall” de mi hotel y me acomodo frente a uno de los ordenadores puestos a disposición de los huéspedes. “Lady Diana brother Cambodia dead” escribo en el Google. Confío en que alguna de las noticias publicadas al respecto me dé pistas sobre el lugar en que el británico hizo el check-in para su último viaje. ¿Sería en primera clase o turista? Son pocos los hoteles de gran lujo en Phnom Penh, pero supongo que alguien de su alcurnia debía de alojarse en este tipo de establecimiento. A medida que leo las referencias me voy percatando de que el viaje lo hizo en clase turista. No encuentro en ninguna página el nombre del establecimiento, pero se deja entrever que era en algún hotel modesto donde se produjo el fallecimiento. No es cuestión de ir preguntando por ahí dónde murió el hermanísimo, más que nada porque es probable que nadie sepa de qué estoy hablando. Los moto-taxistas saben dónde conseguir todo, desde drogas hasta menores, pero me temo que la información que estoy buscando no me la puedan facilitar. Tampoco es cuestión de preguntar en el hotel donde me alojo, ya me imagino los cometarios posteriores: “Mira, mira, ahí va el putero necrófilo”. Abandono mi luctuoso objetivo y me lanzo a la calle. No sé si pasear por el puerto, ir de putas o ver un documental sobre el holocausto camboyano que proyectan en una improvisada “sala” de apenas 20 metros cuadrados situada sobre un bar ubicado frente al río. Eso sí fue una masacre que no se puede comparar ni con la de Hitler. En pocos años, el dirigente comunista Pol Pot pepetró un genocidio con el que eliminó a 2 millones de individuos. ¿Qué hubo más muertos en la Alemania nazi? Sin duda, pero el problema es que Camboya contaba con cuatro millones de habitantes, por lo que se cargó a la mitad de la población, cosa que no hizo el Führer … porque no le dejaron, supongo …
Al final opto por darme una vuelta sin objetivo concreto. Pillo una moto y le indico la dirección a seguir. Por la tarde, el lugar más agradable para pasear es la ribera del Tonle Sap, parece que toda la población de Phnom Penh se desplaza hasta allí para pasar unas horas al fresco… bueno, fresco fresco no, pero se está bien.
Por las calles de Phnom Penh
Paseando llego hasta una explanada que parece un proyecto inacabado de plaza con árboles y césped; de los primeros queda algo de lo segundo apenas cuatros briznas que han soportado el paso de los viandantes y la ausencia de agua. Un enorme escenario situado en el medio concentra a varios centenares de personas que siguen con atención pero sin pasión alguna las evoluciones de los diversos artistas que por allí desfilan. Hay cámaras de televisión, por lo que deduzco que debe de tratarse de algún acontecimiento de cierta relevancia. No tardo en percatarme de que se trata de “Operación Triunfo” versión camboyana. En un monitor sigo la emisión. Veo la publicidad, las conexiones y todo lo que rodea el espectáculo. Recuerdo que desde mis primeros viajes a Asia me había llamado la falta de consideración de los espectadores hacia los artistas al no aplaudir nunca. Con el tiempo he aprendido que tal carencia es una muestra más de la reserva que caracteriza a los asiáticos, que rara vez exteriorizan sus sentimientos, sean estos buenos o malos. Tal inexpresividad se da también en las relaciones personales. Pueden pasar años sin reencontrarte con un amigo o familiar, que el día del encuentro no habrá abrazos, besos, ni mayores signos de alegría, todo quedará en un “Hola, ¿qué tal”, a lo sumo. No quiero decir que los asiáticos sean fríos sino que reservan sus pasiones a las cuatro paredes de la casa. En alguna ocasión he debido enfrentarme a la furia femenina de alguna amiga que no estaba muy de acuerdo con mi comportamiento. Eso sí, gritar no gritan pero si te pueden clavar un cuchillo, te lo clavan, eso sí, en silencio. No quiero hablar de las que optan por acciones más contundentes, y emplean los cuchillos para extirpar el apéndice masculino. Sólo con pensarlo, me dan escalofríos.
Me paseo por la plaza que un día tuvo césped, hago fotos a diestro y siniestro. Resulta entrañable contemplar los juegos de la feria, esos juegos que ya han desaparecido de la geografía española: reventar globos con dardos, pescar patitos de goma con una caña, etc.
Los presentadores de Operación Triunfo versión camboyana
Súbitamente, a mis espaldas oigo cierto tumulto. Me giro y veo a una mujer tendida en el suelo. El espectáculo, el del escenario, es malo, pero no hasta el punto de hacer perder el sentido a la gente. Como cualquier hijo de vecino, en cambio de ayudar en plan “soy médico, apártense, traigan agua”, que no habría estado mal para quedarme con el personal, me limito a contemplar el “show” alternativo que se me está ofreciendo, el hideputa que llevo dentro aflora en los mejores momentos. Una vez más se impone el estoicismo asiático y nadie grita, llora o se desespera. Esas manifestaciones histriónicas se quedan para otras latitudes del planeta, en especial los países árabes.
Impera una serenidad que llega a ser preocupante. La mujer allí tendida, y la gente sin apenas inmutarse, salvo sus acompañantes que acaban cogiéndola en brazos. Qué bien, me han dado la alegría de la tarde. Me alejo del lugar del suceso pensando en lo cabrón que puede llegar a ser uno, ¿qué le voy a hacer?, me sale de dentro.
Los músicos se suceden uno tras otro y aquí no aplaude ni el Tato, si tuviera más cara para estas cosas, me habría puesto a aplaudir sonoramente para ver la reacción del respetable, pero al no mediar apuesta ni reto alguno, desestimo mi ocurrencia, por raro que parezca conservo algo de vergüenza.
Parece que el paseo me ha abierto un poco el apetito, cosa no muy frecuente durante las temporadas en que intensifico la ingesta de ansiolíticos y antidepresivos a causa del aumento de la ingesta de whisky, una pescadilla que se muerde la cola. Paseo por la fachada fluvial de la urbe, paso por delante de un bar que hace ya un par de años que me llama la atención por dos motivos. Primero, por la leyenda que luce bajo el cartel que indica su nombre y que reza lo siguiente: “Sex tourists are not welcome”; y segundo, porque siempre está cerrado, ¿será esto consecuencia de lo primero? ¡Que Dios le bendiga!
El bar que nunca abre. ¿Falta clientela?
Sigo caminando mientras aparto cómo puedo a los niños mendigos que se me interponen, también me cruzo con vendedores de libros pirata, sí, cómo lo oyen, libros pirata, algo que sin duda fracasaría en España dado el nivel de lectura de los españoles. La práctica totalidad de los tomos versan sobre el propio país y, más concretamente, sobre el genocidio que vivió durante la primera mitad de los años 70.
Una vez superados los obstáculos humanos, llego a una zona en la que se ubican varios restaurantes. Reviso las cartas expuestas en el exterior y me decanto por uno francés, sobre todo por la amabilidad del servicio. Me acomodo en el interior para evitar el acoso de los mendicantes que acechan por la zona, además hace más fresco. Hace tiempo que dejé atrás mi disfraz de turista intrépido deseoso de conocer la gastronomía de los diversos países que visita, que una cosa es ir un par de semanas de vacaciones y otra muy distinta es pasar meses por estos lares por los que nunca ha paseado un cinco jotas.
Una buena sopa de cebolla y una crêpe de jamón y queso componen mi menú. Durante la velada se va la corriente en un par de ocasiones, algo harto frecuente en esta ciudad; la cosa resultaría romántica de ir acompañado, pero estando solo, el asunto resulta algo incordiante. El propietario, un camboyano que ha residido muchos años en el país galo, se acerca a mi mesa para interesarse por mí y mi grado de satisfacción. Conversamos unos minutos antes de que yo me marche al hotel a hacer mi siesta habitual, una siesta que no tiene no hora ni duración determinada, ha habido siestas que se han prolongado hasta el día siguiente …
Aprovechando que en mi alojamiento se recibe Televisión Española, pongo la tele y me voy adormilando mientras Anne Igartiburu va soltando su típica retahíla de noticias que me hacen ver que nada cambia en la madre patria por tiempo que pase. Cuando empieza el Telediario del mediodía (la noche en Camboya) ya estoy más pa’llá que pa’cá. Tras un buen yantar, nada mejor que un buen folgar. Sin embargo, antes es necesario un reconfortante sueño, tras el cual me siento en plenitud de facultades para afrontar una noche que sé cómo empieza pero nunca cómo acaba.
La camarera del "Walk About". 24 horas abierto y buen ambiente
Me levanto medio mareado, como siempre, me tomo mis fármacos de la alegría, me atuso lo justo para resultar mínimamente agradable y desciendo hasta la calle. Allí me esperan los omnipresentes moto-taxistas, que antes de que yo abra la boca me sueltan toda una retahíla con la panoplia de ofertas que ponen a disposición de todo el que quiera. “Ché, ché, ché, tranquilos” les suelto mientras les hago signos de apaciguamiento. Que uno acaba de levantarse y no me gusta que me avasallen nunca, aún menos cuando todavía no estoy despierto del todo. Mi cerebro ya me está enviando mensajes subliminales ordenando a mis glándulas que segreguen testosterona. Me monto en una moto y le digo al chaval: “¿Dónde era eso que decías de unas chicas?”. “¿Las quieres jóvenes?” me pregunta. Reflexiono un momento. ¿Me está llamando viejo o piensa que soy tonto? Sopeso la respuesta. Estoy de buen humor pero quiero que vea que nos soy un pardillo en estas lides. “No. ¡Quiero a la más vieja de Phnom Penh! No te jode”. Se ríe, pero estoy seguro de que no ha captado la ironía. El humor en Asia es muy básico, la tarta de nata en la cara, la silla que se cae, el cubo de agua en la cabeza, etc. Espero por lo menos que no me lleve al asilo de ancianos de la ciudad. Circulamos por diversas calles hasta llegar a un lugar donde fabrican lápidas. ¡Huy, que mal rollo! Por lo visto, en la casa de al lado hay un prostíbulo. El jovenzuelo se encarga de las gestiones, por eso se lleva una comisión. Yo me quedo en el exterior. Eso es clandestino a todas luces, todavía estoy a tiempo de marcharme, pero mi espíritu aventurero me lo impide, sobre todo en estos asuntos. No miro mucho a los que entran y salen del garaje, porque en esta zona del globo, mirar a la gente a los ojos indica desafío, y lo último que se me ocurriría sería provocar a uno de estos chulos. Parece que hay algún problema, mi acompañante discute con uno de los jefecillos. Supongo que no les agrada en demasía que un blanco circule por su territorio. “Oye, que se hay algún problema nos vamos”, les digo desde la distancia.
La proliferación de ONGs y otros organismos oficiales ha hecho que los responsables de la prostitución del país tomen medidas ante la posibilidad de que algún infiltrado les descubra el pastel.
“Entra, entra” me dicen. Ahora no hay marcha atrás. Paso por el garaje/vivienda, donde hay un par de motos aparcadas. Me indican que suba por unas escaleras hasta el primer piso. ”¡Cuidado con la cabeza!”, no es que me la vayan a cortar si me porto mal, es que en este país, y otros de la zona, las casas parecen las de Pin y Pon, diminutas, bueno … hechas a su medida. Me acompaña un muchacho que no creo que llegue a la veintena, es el maestro de ceremonias. Me planta frente a una puerta abierta que da a una habitación, también diminuta ésta. Allí no cabe ni un alfiler. Eso está repleto de chicas que casi se amontonan las unas sobre las otras. “¿Y de precios cómo andamos?” le pregunto en voz baja como si estuviera disimulando, aunque bien mirado, no hay disimulo que valga: un putero (yo) está frente a unas chicas en un sitio llamado prostíbulo, está claro que no he ido allí para dar una conferencia sobre el impacto de la pesca indiscriminada de la anchoa en el Mediterráneo en el mercado pesquero internacional. “Esas 20 dólares, y aquellas 30” me dice escuetamente. “Ah, OK” acierto a decir mientras las contemplo con una sonrisa algo más que forzada. Las veo todas más menos iguales, no entiendo en que se basa la diferencia de tarifas. Con voz titubeante le pregunto: “¿Y por qué unas cuestan más que otras?” “Porque son mejores” y punto. Esta es la respuesta típica en muchos países de Asia cuando no se sabe qué responder. Yo me quedo igual y me siento cada vez más intimidado por la mirada de todas las féminas que me observan, algunas se atreven incluso a hacerme señas para que la escoja. No es cuestión de pasar allí, de pie, toda la noche. Por muy putero que sea uno, siempre es duro escoger a una, porque me da la sensación de que las demás se sienten despreciadas, por mí me las llevaría a todas, pero eso sólo pasa en los sueños. Selecciono a una de las “caras”, una de las que me hacían señas. Subimos los tres por una angosta escalera hasta el piso superior. Aquello es un desmadre, un burdel en toda regla. Gente que sube, que baja, que entra y sale de las “habitaciones”. Le pago al chulo y la chica desaparece un momento. Me quedo solo en el pasillo sin saber qué hacer y con cara de circunstancias. Detrás de mí aparece un adolescente camboyano acompañado de otra chica, los dos echando risas, obviamente no sé por qué, será porque lo ha desvirgado … Aparece la mozuela con una toalla en la mano y no metemos en el lugar del ayuntamiento, un espacio delimitado por tres paredes de contrachapado y sin techo, por lo que se oye todo lo que ocurre en el exterior. La cama, cubierta con una sabana de satén sintético, ocupa la práctica totalidad del habitáculo. Mi desconocimiento del camboyano y el vietnamita hace imposible la comunicación verbal, pero no la oral. Para romper el hielo intento preguntarle por su nombre, pero ni caso. En dos segundos ya se ha quitado el pijama que lleva. No hay un tiempo preestablecido, por lo que el encuentro puede transcurrir con relativa tranquilidad. No obstante el sosiego deseado tarda en llegar, o más bien, no llega en ningún momento. Me despojo de mis prendas, y mi acompañante ocasional pasa una toallita húmeda en salva sea la parte, y nos tumbamos en la cama. Antes de recostarme, me cercioro de no reposar sobre los restos de una visita anterior porque no es la higiene lo que más destaca en este lugar de perdición. Los ruidos de la gente en el exterior no contribuyen precisamente a facilitar mi concentración, con los efectos que ello conlleva. Mi miembro más estimado parece una montaña rusa, ahora arriba ahora abajo. Y eso que he ido sobrio para evitar este tipo de situaciones embarazosas. No hay forma de aguantar en condiciones más que unos minutos, o tal vez debería decir segundos. La chica pone todo su empeño succionando con fruición, pero vistos los resultados, en cambio de tranquilizarme, la muy cabrona se ríe. ¡Joder, me cagontostusmuertos! Pienso. Cierro los ojos he intento abstraerme mientras pienso en situaciones agradables vividas con anterioridad. Parece que la cosa mejora. Llega el momento de ponerse el condón para pasar a la fase final. Momento crítico. Una vez puesto, me encuentro como si hubiera salido de una ducha fría. No hay forma. Pero yo he pagado y no me voy de aquí sin dejar un “regalito”. Con el preservativo puesto procuro rememorar mis mejores momentos para animar la fiesta. Le indico que se tumbe boca arriba, a ver si de este modo la vista le indica a mi cerebro que hay que ponerse en marcha y terminar triunfalmente dejando el pabellón bien alto. La lubricación de la susodicha es prácticamente nula, algo harto habitual en su profesión. Busco un lubricante a mi alrededor, pues en estas habitaciones es frecuente encontrar estos tubitos que ayudan en situaciones complicadas. Pero no, y el lubricante con sabor a frutas diversas que llevo en mi cartera está muy lejos para ir a buscarlo. La camboyana se percata de la situación y recurre al “lubricante” que emplea habitualmente: un escupitajo. Bien, de acuerdo, ya me da igual todo. Mi único objetivo en este momento es “descargar”. ¡Date la vuelta! A ver si ahora me inspiro. Estando el asunto a media potencia, empiezo a atravesarla, no sin cierta dificultad. Ella ni se inmuta, de su boca no sale ni un fingido gemido, que siempre anima, aunque se sepa que es más falso que un euro de madera. Me voy animando, y no voy a cometer la torpeza de intentar aguantar el máximo. A la primera señal de que estoy preparado para disparar, suelto la ráfaga, bastante me ha costado llegar a este punto y además mi físico no está ya para hacer grandes exhibiciones. Parece mentira, con el cuerpo libre de alcohol, y tantas dificultades para entregarme de lleno al libre jolgorio.
No sólo en Tailandia se encuentran cuerpos bonitos
Pim, pam, pum, asunto concluido. Sólo pienso en salir de allí cuanto antes. Tardamos en vestirnos la mitad del tiempo que hemos empleado en despojarnos de nuestras ropas, que ya es decir. Enfilo la escalera hacia abajo como alma que lleva el diablo, “bye, bye” voy diciendo. No huyo de nadie, sólo huyo de lo que considero un fracaso. Claro que aquel prostíbulo no es el lugar donde debo demostrar nada a nadie, pero me he visto a mí mismo y eso me basta. Urge un whisky ya. El motorista me espera con una sonrisa de oreja a oreja, le respondo con una muesca aborto de sonrisa. Tras una eyaculación, Morfeo me tiende sus brazos. Es importante que empiece a beber y charlar con señoritas de mal vivir. “Al Zanzi-bar” le digo a mi transportista. “¿Qué, bien?” me pregunta el impertinente. “Huy, muy bien, perfecto, estupendo, pero tú mira pa’lante” le digo con más cabreo que otra cosa.
A los pocos minutos ya estamos a las puertas del bar escogido para empezar el tour “Phnom Penh La Nuit”. “Toma”, le doy un par de dólares, pero el se queda con cara de “quiero más”. Todavía no se me ha ido el mosqueo por mi estrepitosa actuación, y eso se refleja en mi rostro. No es prudente ni aconsejable discutir con ningún habitante de estos países, por muy mosquita muerta que parezcan, pero tampoco es cuestión de que nos tomen por tontos a los que los dólares les rebosan por los cuatro bolsillos. “Si quieres más, me vienes a buscar mañana” lo mismo que le digo a todos. “Es que te he acompañado y te he esperado, y te he traído aquí” replica él. “Pero allí te harán dado dinero por llevarme ¿no?” le digo con aire inquisitorial pero sin perder la sonrisa, forzada, eso sí. No se atreve a negarlo. Pienso fríamente, y lo cierto es que por un dólar no voy a poner mi integridad física en peligro. “Toma, pero te estoy dando mucho, que lo sepas” concluyo mientras me doy la vuelta para entrar en el local. No me molesto en darme la vuelta para ver su nivel de satisfacción. Prefiero olvidarme del tema y ponerme a charlar con las muchachitas khmers que trabajan en el bar. Las del Zanzi-Bar son putas, pero no mucho. A ver si me explico. Si las pagas, se van contigo a la cama, sin embargo no es su objetivo primordial. Están allí para entretener a los clientes, van vestidas con ropa muy modosita, ropa corriente, vamos que si te las cruzas por la calle no se te ocurre pensar que pueda vender su cuerpo por unos dólares. Dado que la conversación no alcanza un grado de fluidez por sus escasos conocimientos de inglés, opto por desplazarme a un territorio de “caza mayor”: el Martini’s. Allí la presa es fácil aunque debido a su popularidad y a la gran afluencia de clientes, cada vez es más difícil encontrar acompañantes que merezcan lo que piden. Se puede decir que este bar está muriendo por su fama, sin embargo conserva el glamour por haber sido uno de los pioneros en su modalidad. Además, es un buen lugar para hacer amigos de cualquier parte del mundo que te pueden aportar un amplio abanico de informaciones sobre distintos destinos.
No disimulan a la hora de discriminar. Si eres blanco pagas el doble.
Pegar tiros en Camboya es fácil, tanto metafóricamente como físicamente, y si ayer tarde estuve usando una M-16, esta noche sacaré el arma corta, y espero que con más éxito que esta tarde en el prostíbulo, válgame Dios, vaya bochorno.
Y un consejo: quien quiera ver cómo era Asia hace 40 años, que no lo dude, Camboya es su sitio, y esto no va a durar siempre, o sea que arreando que esto se acaba.