3.4.06

Born to be putero

Tras los fastos de bienvenida al nuevo año, Had Yai retorna a su peculiar tranquilidad bulliciosa. La mezcolanza de musulmanes y budistas resulta atractiva. Todavía es de día, por ende decido adentrarme en uno de los mercados cubiertos que pueden encontrarse en la urbe sureña. ¡Dios! Menudo calor. Por allí no se ha renovado el aire desde hace una hora por lo menos. Voy en busca de un artilugio que me ha encargado un amigo que reside en Bangkok. No se trata de nada extraño: un vibrador, algo sofisticado, pero vibrador al fin y al cabo. Más de uno se preguntará por qué motivo no se lo compra mi amigo mismo en la capital. Pues la respuesta es sencilla y bastante elocuente para describir cómo funciona este país. En Tailandia, este tipo de objetos está prohibido. Algo curioso en una nación en la que se adoran, veneran y decoran falos gigantescos que se distribuyen a lo largo y ancho de su geografía. Sin ir más lejos, en el Wat Pho, en el que se ubica el archifamoso Buda reclinado, se puede encontrar una de estas esculturas. Recuerdo que en uno de mis primeros años por estas tierras, visité dicho templo acompañado por un amigo español y dos tailandesas. En aquella época, mis conocimientos sobre las costumbres autóctonas eran bastante reducidas. Todos mis actos los efectuaba por mimetismo. Si se ponían de rodillas, me ponía de rodillas, si hacían una reverencia al monje, pues otro tanto de lo mismo. Pero el día que se me ocurrió tocar el “pollón”, nuestras acompañantes comenzaron a gritar haciendo grandes aspavientos. Mi compañero y yo no entendíamos a qué venía tanto alboroto, sobre todo en gente que es calmada por naturaleza. Por lo visto, estos magnos cipotes sólo pueden ser tocados por las mujeres para pedir fertilidad, lo curioso es que lo tocan hasta las que toman píldoras anticonceptivas ¿eso cómo se come?


La castañera del mercado

Con el tiempo, he visto que se pueden encontrar cimbreles de madera con diversas utilidades, como por ejemplo abridores de botellas o llaveros. Resulta curioso que uno se pueda pasear con uno de estos objetos por la calle si están hechos de madera y responden a la tradición, pero si son de látex y se mueven solos te puedes pasar un tiempo a la sombra. Por desgracia, no es la única paradoja que hace de este país un lugar peculiar.
El motivo por el que se me ha hecho tan singular encargo es que en Had Yai, por su condición de ciudad fronteriza, existe una extensa oferta de “cosas prohibidas”.
Me paseo de puesto en puesto por unos largos y estrechos pasillos que apenas permiten el paso de dos personas juntas. Porras eléctricas, “walkie-talkies”, grilletes, estrellas de ninja, Pringles, extrañas hierbas, pistachos, y montones de cajas de Ferrero Rocher. Pienso en la extraña campaña publicitaria que hace la compañía Ferrero cada año con el rollo de que en verano no vende bombones, que se reserva al otoño para volver a ponerlos en las estanterías. ¡Pero si aquí están a más de 40 grados! ¿No hay nadie de esta empresa que venga a decirles que están cometiendo un crimen vendiendo estos bombones en un estado prácticamente líquido? Como buen amante del chocolate, no se me ocurre ni remotamente comprar una caja, por baratas que sean.


Los Ferrero Rocher en estado casi líquido

Uno de los puestecillos me llama poderosamente la atención, tanto que me detengo un rato para intentar descifrar algo que mis entendederas no alcanzan comprender, tal vez por el calor, no sé. Sobre la mesa, se exponen diversas bolsas que parecen contener legumbres y frutos secos. Encima se sitúa un cartoncillo, no muy grande, con unas palabras manuscritas con un rotulador azul: USA, japanese, thai, gay. ¿Habrá garbanzos para gays o será que están cultivadas por moñas? La curiosidad me corroe. No puedo reprimirme. Le pregunto a la encargada por tan insólito hecho. “Oiga, ¿qué es lo que es para gays, los pistachos o los garbanzos?” Se me queda mirando con cara de “¿eres gilipollas o te lo haces?”. Sin llegar a indignarse por lo que ella considera una pregunta improcedente, me responde: “Son dvds”. ¡Ahí va la hostia! Resulta que la señora se hace un extra vendiendo porno. No puedo más que ponerme a reír mientras ella no cambia su cara de estupefacción y rabia por tener que explicarme que además de legumbres y frutos secos, dispone de un video-club porno.
Reemprendo la marcha en busca del encargo sin poder reprimir la risa, algo horrible cuando alguien va solo. Si vas con un amigo y te ríes, pues no pasa nada, pero si estás solo, la cosa cambia. Pero da igual, yo sigo buscando el falo con cinco velocidades, marcha atrás y luces halógenas de serie.
Paso delante de un par de establecimientos que lucen, sin pudor, en sus estanterías tres o cuatro vibradores, pero hay un pequeño problema: están regentados por mujeres. Y la verdad, me da cierto reparo entrar en cuestiones técnicas, con féminas, sobre semejantes artilugios, a sabiendas de que serían las mejores consejeras. Además, conociéndome, si me dan un poco de confianza, sería capaz de preguntarles si los han probado, qué han sentido, si prefieren uno de verdad y demás lindezas que se me pueden ocurrir en el momento.
Un micro puesto regentado por un hombre me da la suficiente confianza como para comenzar la negociación. Entre reproducciones de 9mm. Parabellum, M-16 y otras armas, se disponen diversos juguetes no aptos para niños, por lo menos niños de cuando yo era niño. Muñecas hinchables comprimidas en cajas de 20X20, vaginas solitarias, bolas, que aquí no las llaman chinas, y demás artículos estimulantes conforman la oferta de este “proto-sexshop”. La verdad es que no sé cómo entrarle al hombre. Hablo tailandés, pero no sé cómo se dice vibrador. Y no quiero empezar la conversación diciendo: “Buenas, venía buscando una polla”. “Hola, ¿eso cuánto cuesta?” le pregunto mientras señalo una verga de dos palmos. “1.800 bahts (36 euros), pero espere, espere” me dice mientras saca una enorme bolsa de plástico azul de debajo del mostrador. Y aquello se convierte en una megaproducción porno. Hace calor, pero los sudores que me están entrando no son debidos a la temperatura. Me preocupo más de lo que pasa a mi alrededor quede lo que me está mostrando el hombre. “¿Y éste qué le parece? Mire, da vueltas y tiene un cacharrín para estimular el clítoris” prosigue el hombre. “Bien, bien, me parece todo muy bien, pero tengo que consultarlo con un amigo porque no es para mí” le digo. Suena a excusa barata, pero es una de las pocas veces en que es cierto. Quedo con “Vibratorman” en que volveré dentro de un rato. Mientras me marcho oigo: “Pero se los puedo rebajar …” Llamo a mi amigo para contarle cómo me van las cosas por Had Yai y para ponerle al tanto del amplio abanico de vibradores para que él elija el que más le conviene. Vuelvo a la tienda. No hace falta que le recuerde quién soy. No hay muchos blancos por allí, y menos que se dediquen a comprar artículos de este tipo, los otros blancos compran artesanía local, y éste no es el caso. “Hola, al final ¿por cuánto me los deja?” pregunto. “1.800 bahts” dice. “¿He oído 1.300?” prosigo. “OK, 1.300, pero porque es usted” una frase común a todos los vendedores del mundo. El hombre se pone a embalar los tres últimos que habían quedado entre la vasta oferta. “Oiga, que sólo quiero el azul, ese que lleva bolas dentro, gira sobre sí mismo y lleva estimulador clitoreidal” le indicó apresuradamente. ¿Qué se cree, que voy a montar una orgía de Duracell? Lo empaqueta todo y antes de marcharme me ofrece pilas, pero no gratis. “¿Y no quiere Viagra?” me dice mientras me muestra un blister con cuatro pastillas azules que se asemejan a la original. “No, no, hasta hoy no me han hecho falta”. Como para fiarse. No entiendo cómo puede haber gente que las compra en un puesto de mercado, pero si se ofertan será porque se venden.


La abuela no quería fotos

Mientras escondo en mi mochila el objeto envuelto en una opaca bolsa negra, se me plantea un nuevo problema. Antes de volver a Bangkok, voy a ir a Kuala Lumpur (Malasia), y allí son musulmanes. La pornografía está prohibida. De ahí que se vendan estos objetos en este lado de Tailandia. Me imagino en la embarazosa situación en la aduana del aeropuerto. Los agentes de aduana revolviendo mi equipaje y de pronto aparece el pollón. Busco excusas que pueda usar en el momento. Pienso en los falos adorados en Tailandia. Puedo decirles que para mí es un objeto religioso, pero la verdad es que no conozco religión alguna que adore cosas de látex y que vibren. No sé. No adelantemos acontecimientos. Ya veremos si se llega a dar el caso. Por si acaso, le quito las pilas, no vaya a ser que se haga realidad esa leyenda urbana de aeropuerto según la cual una mujer fue requerida por la Guardia Civil para abrir su maleta porque había algo extraño que vibraba en su interior.

Mi segundo plan para pasar el día en Had Yai consiste en acudir a un salón de masajes eróticos, también conocido como puticlub, con cámara oculta para grabar todo el proceso, de principio a fin. Hace unos años, empleaba micro-cámaras para sacar imágenes de lugares donde estaba prohibido realizar cualquier fotografía o filmación, con todo el engorro que supone montar todo el tinglado de cables, baterías, etc. Hoy voy a ir a pelo, es decir, ni cámara oculta ni hostias. Mi Sony PC-9 en la mano, y pa’lante. Dentro del montaje que me organizo, voy a interpretar el papel de turista despistado, más que nada para que lo de la cámara en la mano resulte más creíble. Un hombre hablando en tailandés y filmando lo que sucede allí, es un hombre que pide a gritos que le den una paliza. A los que disponemos de mucho tiempo libre, se nos ocurren este tipo de cosas para nuestro deleite y el de los que nos quieren escuchar. Otra finalidad, secundaria, al organizar todo esto, es saber cómo tratan a simple turista.
Hago la presentación de mi “reportaje” filmándome a mí mismo frente al mercado y seguidamente enfilo la calle que me va a llevar hasta el Pink Lady. Subo las primeras escaleras hasta las puertas acristaladas que dan acceso a este pequeño pedazo de Edén que hay sobre la Tierra. Llevo la cámara cogida con la mano al nivel del pecho, como si no estuviera filmando. He tomado la precaución de tapar la lucecita roja, que indica que el aparato está grabando, con cinta adhesiva negra. Por cierto, hay que ver cómo cuesta encontrar las cosas más tontas cuando las necesitas, tuve que recorrer media ciudad para encontrar en el fondo de una estantería de uno grandes almacenes un rollito de cinta negra, para usar apenas un centímetro.
Franqueada la primera puerta, no veo a nadie. Es pronto, la zona dedicada a las “actuaciones” musicales todavía está cerrada. A mi izquierda, una escalera enmoquetada de lo que en su tiempo fue moqueta roja, me conduce hasta el primer piso. Respiro hondo. No es lo mismo ir de putas que ir a filmar putas sin si autorización. Confío en la ingenuidad de los provincianos. Me recibe un hombre cercano a la cincuentena. Le hablo en un inglés algo macarrónico, porque en Tailandia, si hablas bien inglés, es probable que no te entiendan. El hombre pide ayuda a un compañero suyo dada sus escasos conocimientos idiomáticos, momento que aprovecho para moverme como un robot y filmar, cámara en pecho, la totalidad del escaparate repleto de sílfides que se presenta frente a mí.


eso es un escaparate y no los del Corte Inglés

“Hola, hola, ¿cuánto cuestan?” les pregunto mientras deposito la grabadora sobre la mesa en dirección a las gradas donde están todas las mujeres. Observo en alguna de ellas una actitud recelosa frente a la presencia de la cámara. Sus sospechas se disipan al ver que no le presto la menor atención y la tengo sobre la mesa como si de una bolsa cualquiera se tratase. Además, están más preocupadas en ser elegidas que en intentar averiguar si la Sony está en marcha o no. “Las de la izquierda 1.300 y las de la derecha 1.600. Unas hacen el masaje normal y todo lo que usted quiera, y las segundas hacen además el “body-body”, todo durante una hora y media” me dice el que habla inglés. Pido un té para escrutarlas detenidamente. A estos sitios no hay que ir con prisas. Las prisas se quedan en Occidente. En Tailandia no salen de su asombro cuando les digo que en España muchas putas se van con sus clientes 20 minutos, un sinsentido en estas latitudes.
Quiere la suerte que aparezca un cliente tailandés mientras yo bebo lentamente mi Lipton.
Escucho, y grabo, la conversación entre el cliente y el mamporrero. Confiado en que no entiendo nada de lo que están diciendo, el encargado le dice a su connacional: “Las de la izquierda cuestan 1.100 y las de la derecha 1.300”. “¡Hiiijjjooodeputa el cabrón éste!” murmuro entre dientes. Me quiere cobrar más a mí. Claro, en este país impera la ley de “¿Eres blanco? Pues a pagar”. No quiero descubrir el pastel porque es probable que la “ex moqueta” de la escalera no fuera suficiente para amortiguar los golpes que me iba a dar mientras me sacaban a gorrazos del antro. Además, por cuatro euros de más, prefiero tener sus palabras grabadas. “Señorita 32, acuda a recepción” suena por la megafonía de la pecera. Termino mi té y me recibe la susodicha con una amplia sonrisa. No es por alardear, pero un tipo como yo siempre es bien recibido en estos lugares, más frecuentados por otro tipo de clientes menos agraciados. Paso por caja, pago religiosamente, y sigo a mi anfitriona hasta el ascensor. Yo, mientras tanto, prosigo con la filmación. Todos han asumido ya que la cámara forma parte de mí. Subimos hasta el cuarto piso. En el “hall” está la señora que desempeña una función muy importante en todos los puticlubs: recoger los condones usados y dejar las habitaciones en condiciones para ser utilizadas de nuevo. Su aburrida existencia hace que se fije en mi Sony. “¿Y ése qué hace con una cámara? Le dice a mi acompañante. “Nada, nada, es un turista, la lleva apagada”, le responde ella. Debo reconocer que la forma en que la llevo, no es nada habitual, es más bien antinatural, cogida con la mano y casi metida en la axila.
Llegamos a la habitación. Hasta el momento la chica no sabe que hablo y entiendo su idioma, y su inglés es escaso por no decir nulo. Me incomoda la situación, pero no puedo descubrir el pastel ahora. Me enseña la habitación, muy cuca con su mobiliario rosa, su nevera con toda clase de bebidas, un televisor y un baño con una amplia bañera en la que cabemos los dos cómodamente.
Se apresura a ponerme el canal porno, un canal interno del prostíbulo, obviamente, para empezara calentarme. No lo miro demasiado. No quiero que el “fin de fiesta” llegue demasiado pronto, que he pagado 26 euros por los 90 minutos, y quiero aprovecharlos bien. Mientras ella prepara el baño, yo me voy desvistiendo con cuidado ya que ayer estuve tomando el sol un ratito en la piscina del hotel, y mi piel ha adquirido un aspecto rojizo, aunque lo del aspecto me da igual, lo que me molesta es que casi no se me puede tocar, algo que resulta incómodo en un establecimiento de este tipo.
Desnudo y cubierto con una simple toalla, me pongo a zapear un poco. Ella ya se ha desnudado y sigue junto a la bañera echando jabones y preparando todos sus potingues para que mi estancia resulte lo más agradable posible. Vamos, igualito que en España.
Le hago una seña para que se acerque y me haga compañía. La cámara sigue filmando. Está situada junto a la cama, en un ángulo que considero ideal para captar todo el encuentro.
Me anima de nuevo a disfrutar del canal porno. Lo que me parece es que es ella la que quiere verlo. En la pantalla aparecen dos lesbianas que se lo están pasando bomba con un pollón extra largo que intenten introducirse simultáneamente cada una por un extremo. Mi amiga ocasional se troncha, pero no me dice nada porque “oficialmente”, ella sigue con la creencia de que no la entendería.
Me indica que el baño ya está listo. Y allá vamos los dos, como Adán y Eva en el paraíso terrenal. El agua está a una temperatura aceptable, cosa no muy frecuente, siempre está o muy caliente o muy fría. Nos metemos los dos. Sigo en mi papel de turista despistado que no sabe nada de salones de masaje tailandeses, pero la situación se está haciendo insoportable. Está bien ir de putas y follar, pero si se ameniza el asunto con algo de conversación, todo resulta más agradable. Intento mediante signos, como un gilipollas, que me diga su edad. Parece entenderme. Tiene 25 años. Prosigo nuestro absurdo diálogo intentado preguntar de dónde es. Pero ahí ya me paro. Entretanto ella me enjabona todo el cuerpo con un perfumado gel. “¿Sabes? Hablo tailandés” suelto aliviado. Ella suelta una carcajada y me dice: “Me lo imaginaba, pero no estaba segura”. Nos reímos los dos y seguimos conversando con naturalidad. Me cuenta que es de Chiang Rai (norte de Tailandia), de ahí su blanca piel. Le digo que soy español, pero se queda igual. “Al lado de Italia y de Francia” apostillo. “Ah, yo tuve un novio italiano, pero lo dejamos” me dice. Esto de los novios de las putas siempre me ha interesado e intrigado. ¿Cómo se puede ser novio de una puta? Bueno… Si repaso a conciencia mis 17 años en Tailandia, tal vez encontrara una respuesta. Sabe Dios las cosas que he hecho en todos estos años. “¿Y qué pasó, por qué lo dejasteis?” le pregunto intrigado. Aprovecho la ocasión de que esta puta me habla con normalidad y no me cuenta todas las desgracias, reales o ficticias, que suelen contar muchas de ellas. “Me aburría, estaba todo el día en el hotel y no sabía qué hacer. Pero el chico era muy bueno.” Joder. Se aburre y se mete otra vez a puta. Es que para algunas es una auténtica vocación.
Su cuerpo menudo y la suavidad de su piel son una delicia. Me llama la atención un pequeño “diamante” que tiene incrustado en una de sus caninos, no llega a producirme repelús, pero me impresiona.


Una belleza de 25 años y de Chiang Rai

Una vez bien bañadito, salgo de la bañera. Ella se apresura en traer una toalla y comienza a secar suavemente mi cuerpo. Mientras ella me seca con cuidado le comento el hecho de qué el cabrón de abajo le cobra más a los turistas. Según ella, no tenía ni idea de que se produjera semejante abuso, pero tampoco pone cara de extrañarse. Le digo que no se le ocurra comentar abajo que yo hablo tailandés, no quiero un fin de fiesta con traca. Nos envolvemos en nuestras respectivas toallas y nos vamos hasta la cama. En el momento de tumbarme, “mágicamente” se deshace el nudo de mi paño quedando yo como Dios me trajo al mundo. Me doy cuenta de que la cámara se ha movido, es decir, alguien la ha movido, y en la habitación somos dos, y yo no he sido. No me quejo ni le comento nada porque oficialmente la cámara está apagada. El error tal vez lo haya cometido yo al colocar el aparato junto a su bolso. Pero no hay problema. Para le momento álgido del encuentro, la cámara estará en su sitio.
No hemos venido a hacer sudokus, así que empieza el examen oral. Ella sigue con su empeño de ver el canal porno. Ya me da igual, pero cierro los ojos. La cosa va bien. La ausencia de alcohol y la leve presencia de alprazolam y doxepina hace que todas las sensaciones se vean multiplicadas. Y ahora más de uno se preguntará por qué tomo esas sustancias si lo único que hacen es distorsionar mi percepción del mundo. Pues por prescripción médica, claro que la prescripción me la dieron hace casi 20 años y tenía que durar unos meses, pero eso meses se han convertido en lustros.
Cuando percibo que la cafetera está a punto de ebullición le digo que pare. Me da un condón para que me lo ponga. Antes de cogerlo le digo: “No, ese no lo quiero”. Es uno de esos malditos preservativos asiáticos hechos para madelmans. Ya los he sufrido en un par de ocasiones y no estoy dispuesto a estrangular de nuevo mi bien amado miembro.
“Yo tengo otros que son mejores”, no le digo que son más grandes par no menospreciar la virilidad de los varones de su raza. Es una cuestión de educación. Durante este intervalo de tiempo, la bandera vuelve a estar a media asta. “Señorita, ya sabe usted lo que debe hacer”. Sin rechistar se pone manos a la obra, bueno … boca a la obra. Enfundada el arma, le indico que estoy listo para “la cremá”, que ya puede ir tumbándose. Precavida y profesional como ella es, saca un tubo de lubricante y se lo aplica con el que se pone alter-shave, pero no en la cara, claro.
La principal ventaja de ir de putas es que no estás con los nervios de tener que quedar bien. Terminas cuando te dala gana y si la chica es profesional, no se queja. Lo digo porque en alguna ocasión me he encontrado con jovencitas que se quejaban porque ellas “no habían terminado”, a lo que yo les respondía: “Has terminado en el momento en que has dicho que querías cobrar 20 euros”. Ante tan aplastante argumento, sólo les quedaba agachar la cabeza y contar su dinerito.
Cuatro empujones por aquí, cuatro empujones por allá, y listo. “¡Hale, ya estoy!” exclamo con regocijo. Y prosigo, “ahora puedes seguir haciéndome un masaje en la espalda”. Tanto esfuerzo requiere un masaje relajante. Con tanto ajetreo no me doy cuenta de que la cinta se ha terminado, ya da igual, lo más importante ha quedado grabado para disfrute de los nietos que nunca tendré.
Ella, feliz de haber sido atravesada por un sable de menos de 40 años, se pone a masajearme con suavidad. Me pone polvos de talco para, según ella, reducir el dolor que tengo por las quemaduras solares, lo que pasa es que me lo está poniendo en el único sitio del cuerpo que el sol no ha alcanzado.
Todavía no ha pasado todo el tiempo contratado, sin embargo ya tengo ganas de irme. No quiero regresar demasiado tarde a mi hotel en Songkhla. Nos vestimos. Nos hacemos la última foto de recuerdo y salimos al pasillo para dirigirnos hacia el ascensor. Cojo la cámara del mismo modo en que la llevaba al entrar para no levantar las sospechas d la suspicaz limpiadora que una hora antes se había interesado por el aparato.


Vista panorámica de Songkhla

Bajamos hasta la planta donde se encuentra la pecera donde se exponen las féminas y nos despedimos con un simple “bye bye”. Nos toman el relevo, en el ascensor, dos joviales occidentales que van acompañados de risueñas hetairas.
Bajo a la calle ansioso de ver el resultado de mi reportaje con “cámara oculta a la vista de todos”. Busco una moto que me lleve hasta la parada de taxis. Ésta es mi última noche en el pueblo y quiero aprovecharla bien antes de emprender mi viaje hacia Kuala Lumpur.