4.7.07

Yo soy puta, muy puta

La primera vez que intercambiamos unas palabras fue en un tono ciertamente airado. Ella, desde su perspectiva de profesional de la noche, exaltaba las virtudes de los japoneses en detrimento de los occidentales a quienes parecía despreciar. Yo la invitaba repetidamente a marcharse de una calle en la que la inmensa mayoría de los que por allí pululamos somos blancos. Se llama Kay, y nuestra historia no tiene desperdicio.


BELLEZA MESTIZA THAI

El soi 13 es un auténtico baúl de sorpresas y, en ocasiones, una caja de Pandora. Es la estación terminus, tras haberse paseado por “Pool-bars”, “Bier Gardens”, “Go-go Bars” y demás espacios suministradores de alcohol y sexo.

Como cada noche, como si de un autómata se tratase, mi cuerpo se dirige a ese lugar en el que sabes con quién llegas, pero nunca con quién te vas.

Esta noche echo anclas algo pronto. Todavía no han llegado los más asiduos, Peter el sueco, Martin el americano y el resto de mis contertulios nocturnos habituales. Las que sí están son las chicas. La alocada Nut va de mesa en mesa con su algo estridente voz contando sus historias. Nan, con un par de copas en el cuerpo, se atusa con una pequeña polvera con espejo que lleva en el bolso. A ellas las conozco desde hace un par de años. Curiosamente, nunca hemos tenido una relación carnal. Me sucede a menudo con la mayoría de putas con las que entablo cierta relación. A base de charlar cada noche se establece una especie de amistad que impide ir más allá. No es una regla de oro, por supuesto, pero es más frecuente de lo que uno puede llegar a pensar, porque las putas son personas humanas, como decía no sé quién.


NONG RATH, UNA AMIGA DEL RAW HIDE

Hace varios días, mejor dicho noches, que vengo observando que Nan va acompañada de una mujerzuela nueva en el barrio. No sé si porque yo se lo digo o porque a ella le da la gana, pero la cuestión es que me las encuentro a las dos sentadas a mi mesa. La nueva, amiga de Nan o hermana como dice ella, desprende altivez por todos sus poros, probablemente para compensar su altura que apenas supera el metro y medio. No sé a cuento de qué, nos vemos enzarzados en una discusión sobre las excelencias de los japoneses y las miserias de los occidentales. Sus palabras son realmente muy insultantes para mi raza. Le pregunto serenamente que qué hace aquí, le señalo que la calle de los “japos” es otra y que debería dirigirse hacia allí si siente tanta aversión por los blancos, claro que su repulsión se debe únicamente a cuestiones pecuniarias, el vil metal. Kay se enerva por momentos, y su discurso se torna en un ataque personal. Nan, a pesar de las copas que lleva, se percata del exacerbado comportamiento de su hermana y la llama al orden echándole una bronca que la sume en un llanto que sólo se explica por la ingestión de alcohol. En Tailandia todavía existe el respeto por los que son mayores que uno, por ello Kay no discute las palabras de su hermana mayor y se limita a intentar explicar sus razones entre sollozos. Nan le señala que soy buena persona, que no soy el típico turista que viene dos semanas a tapar agujeros, y además tengo el estatus de VIP en el soi 13. No tardan en llegar las excusas, algo veladas, pero en cualquier caso, su actitud hacia mí cambia radicalmente.


SOI COW-BOY, DONDE LAS PUTAS CIRCULAN A SUS ANCHAS

En las noches que siguen, nuestros encuentros se desarrollan con aparente normalidad, dentro de la anormalidad que impera en el soi 13, sin la cual no sería lo que es. Nuestras conversaciones giran en torno a banalidades que se hacen soportables por el riego continuo de Black Label. Hay que tener en cuenta que la noche en general, y en Bangkok en particular, se basa en la mentira, el engaño y la ocultación. Nadie sabe a ciencia cierta quién es quién. Muchos, usamos nombres que no son los nuestros, en ocasiones cambiamos nuestras nacionalidades, por no hablar de las ocupaciones de cada uno. Nadie, o casi nadie, es quien dice ser. Incluso algunas chicas pretenden hacer creer que no son putas, el colmo. La única complicación que entraña este juego es tener buena memoria y recordar en cada momento qué nombre, qué nacionalidad y qué profesión se ha utilizado en tal o cual sitio. En alguna ocasión me he encontrado en la incómoda situación de encontrarme en el mismo sitio con dos personas conocidas en distintos lugares, y por ende con diversas referencias sobre mi persona. Generalmente, en lo que se refiere a mi nombre, lo arreglo diciendo: “Buenooo, X es mi segundo nombre, pero normalmente uso Y que es mi primer nombre, en mi país es habitual que la gente tenga varios nombres …” Entre los tailandeses la excusa cuela con facilidad ya que ellos raramente emplean su nombre real y según para quién tienen distinto nombre, uno para la familia, uno para el trabajo, otro para los amigos, etc. Los blancos siempre se quedan con la mosca detrás de la oreja, aunque, total, ¿qué mas da? En el fondo, estamos todos allí para lo mismo: poner el churro en remojo, o por lo menos pasar un buen rato. Una de las reglas de oro para mantener este secretismo es no ir NUNCA con una puta, real o camuflada, a la casa de uno. De ahí el juego de las personalidades, cuanto menos sepan de ti, mejor. Y si saben algo, que sea falso. Para jugar al juego de las personalidades hay que tener bases sólidas para no caer en la primera ronda de preguntas. Si no hablas francés, no digas que eres francés, y si no sabes informática, no digas que eres técnico en ofimática.


SERVIDOR CON JOHNNIE POR LAS VENAS

A lo tonto, y sin percatarme yo de ello, parece que la mozuela se va encaprichando de mi persona. Debo confesar que no entiendo muy bien qué ve en mí. En estado “normal” no creo parecer especialmente atractivo, pero allí, en el soi 13 y en un estado que roza el patetismo, mis posibles virtudes quedan diluidas en un vaso de whisky. Tal vez sea el hecho de que hablo thai con cierto desparpajo, no lo sé. Lo que está claro es que no va a por mi dinero, más que nada porque ya sabe que no pienso soltar un duro.

Se acerca la hora fatídica, la hora en la que el sol empieza a asomarse entre los edificios de Bangkok, y sus rayos son cómo esos láseres de las películas galácticas, si te alcanzan, te matan. Antes de que eso suceda, Kai me coge de la mano, y como a un títere me conduce hacia un taxi sin preguntarme nada. A determinadas horas no soy partidario de irme acompañado, más que nada porque soy consciente de que es una perdida de tiempo y energías, bajo mínimos al amanecer. Pero la chica es muy mandona y no atiende a razones. Ahí me veo yo, metido en un taxi con un destino totalmente ignoto para mí. Me dejo llevar. Me lanzo a la aventura. Sabe Dios en qué parte de Bangkok voy a aterrizar. Vayamos donde vayamos, no pienso quedarme a dormir. Mis despertares son épicos, y más si tienen lugar en un lugar desconocido acompañado de alguien. La adicción a las benzodiacepinas tiene esas cosas, una carencia de éstas se convierte en una pesadilla que se traduce en temblores, dolores musculares, nauseas, cefaleas, que se añaden a los padecimientos propios de una resaca común y corriente. La cuestión es que no llevo encima más que la dosis justa para hacer frente a un imprevisto, y en este caso no creo que sea suficiente para aguantar una noche, mejor dicho, un día de sueño con la compañía de la tailandesa. La vida de un adicto gira siempre en torno a su “salvavidas”, un salvavidas que nos hunde más cada día y nos hace vivir pendientes sólo de una cosa, despreocupándonos de todo y todos los que nos rodean. ¡Que quede claro, que mis “suplementos”, han sido desde un inicio por prescripción médica! Cosas que tiene la vida. El consumo de drogas en Tailandia está muy penalizado, algo atener en cuenta por cualquier visitante ocasional. No quiero que nadie se piense que en las famosas “Full Moon Parties” la droga circula a tutiplén. Puede ser cierto, pero los policías camuflados también deambulan a tutiplén en espera de los incautos. ¡Al loro, que no todo el monte es orégano!


KAI Y NAT EN EL SOI 13

El taxi sigue un recorrido que no me es totalmente desconocido. Intento, al igual que un secuestrado, ir memorizando las calles por las que pasamos, por si en un momento dado debo abandonar su ¿grata? compañía y volver a casa solo. Pasamos delante de un Carrefour, me suena. ¡Sí! Es el hipermercado situado frente al apartamento que he adquirido recientemente. Ya no me encuentro desubicado. Dejamos la avenida principal y nos metemos por distintos callejones por los que no se ve ni un rostro blanco.

¡Madre de Dios! ¿A dónde me llevan? El vehículo se detiene frente a un edificio de digna apariencia. Nos bajamos, y yo la sigo como perro faldero. Con lo que circula por mi sangre no tengo mucho criterio. Entramos en lo que es su residencia, y en la puerta me piden una identificación. OK, perfecto. Así debería ser por todo. El problema es que salgo por Bangkok sin identificación. Por si me sucede algo, llevo colgada una plaquita de identificación con mi nombre real, nacionalidad, grupo sanguíneo y mi condición de donante de órganos. Lo único que llevo encima, y puedo mostrar, es una tarjeta de crédito o débito. La cuestión es que les da igual. Un blanco en ese lugar es harto imposible que cometa un delito, pero las normas son las normas. Le dejo la VISA o la 4B, y tomo rumbo al ascensor. Lo único que pasa por mi cabeza es: “¿Qué coño hago aquí? ¿Quién me manda venir? y ¿Cómo salgo airoso de esta situación?

De momento estoy en el ascensor subiendo hacia un futuro incierto, o no tan incierto, Yo ya sé de lo que soy capaz y de lo que no. Y esta noche, mañana ya, no voy a poder copular ni en el más remoto de los casos. Aprovecharé para quedar como un caballero respetuoso, eso impresiona en algunos casos. Entramos en un abarrotado apartamento. Allí no cabe un alfiler, hay que ver lo consumistas que son las putas con buena clientela. Me acomodo en un esponjoso edredón frente al televisor, nuevo y de 29 pulgadas, por supuesto. Tras un quehacer se me acerca y me muestra la amplia programación que ofrece su televisión por cable. Sí. Bien. Estupendo. Lo mismo que tengo yo en casa, pero con más mullidas almohadas. Por asombroso que parezca, por excesiva que sea la ingesta de alcohol, y algún aditivo de calibre menor o mayor, no pierdo la cordura. Sé hasta que punto llegar. Y antes que hacer el ridículo, más vale retirarse elegantemente como un caballero español.

Y así es. Muy a pesar de sus arrumacos y profundos besos varios, opto por la retirada, ante su asombro. ¿Cómo puede ser que unos tíos desconocidos paguen 80 euros por atravesarme y este tío (yo) no lo haga gratis? Piensa ella mientras observo su cara de incredulidad. Pues así es. Mi incapacidad se torna en virtud, sin yo quererlo. Y todo ello produce un cierto morbo en la fémina que no acaba de entender cómo un varón ha rechazado sus supuestos “encantos”.El secreto consiste en ocultar mi incapacidad, y maquillarla de caballerosidad. El resultado es espectacular. Mañana por la tarde, en condiciones óptimas (sin alcohol), mi hazaña puede resultar más que memorable.

Lástima que nuestro siguiente encuentro se produce en un “Bowling”, o sea, en un salón de bolos con la última tecnología en la materia. No piso una bolera desde mi tierna adolescencia. Hay que ver cómo han cambiado las cosas, todo computerizado, con luces parpadeantes e iluminación futurista. Más que una bolera parece el puente de mando de la nave del Enterprise, la nave de los buenos de Star Trek.


UNA POSE POCO VIRIL, CIERTAMENTE

Nos acercamos a la recepción. Allí nos esperan unas amables azafatas que nos explican con suma amabilidad, el amplio abanico de ofertas de las que dispone el local. Hablo y entiendo tailandés, pero cuando los que hablan son dos tailandeses, mi nivel de comprensión disminuye notablemente. Me limito a asentir procurando evitar que en mi rostro se reflejen mis pensamientos: “¿Qué coño está diciendo la pava esta? Lo único que tengo claro es que en breves instantes tendré que empezar a sacar más billetes que un cajero situado en la Gran Vía de Madrid”.

“¿Qué? ¿Qué hacemos?” le pregunto a Kai. “Dame 1500 bahts”, escueta y clara es su respuesta. En el fondo es el precio de un revolcón, pienso para consolarme en este extraño, para mí, dispendio. Vamos a por los zapatos que amablemente paga ella (50 bahts cada uno).

El local está hasta la bandera, pero Kai tiene muchas amistades, no sé si es por su profesión o por ser buena clienta, o más bien captadora de clientes. La cuestión es que no tardan en darnos pista. Si algo no falta en Tailandia es personal para atender a la clientela, sea donde sea, y la bolera no iba a ser una excepción. Se puede decir que cada pista dispone de camarero particular. Antes de que estén los bolos dispuestos ya tenemos la carta en nuestras manos. Por lo que veo a mi alrededor, lo habitual es pillar una cogorza mientras vas lanzando las bolas que acaban al final en la pista del vecino.

A estas horas se impone la prudencia. Una naranjada para mí y un refresco con patatas fritas para la niña. ¿No se va a creer que me voy a gastar 2000 bahts en una botella de Chivas? ¡Sólo faltaba eso!

Con aires de experto en la materia, echo un vistazo a las distintas bolas que vomita la máquina que tenemos delante, descarto un par pesándolas y haciendo amagos de lanzamiento, como quien lleva todas las vidas pisando el parquet. ¿Para qué retrasar el fatídico momento del ridículo? Por si acaso, miro a izquierda y derecha para que el público sea el mínimo posible. Cojo carrerilla y lanzo. Me quedo inmóvil con la simple esperanza de que la bola no se vaya por alguno de los canales laterales y alcance por lo menos un par de bolos. Puedo girarme y mirar a Kai con una sonrisa sin tener que ruborizarme, no sé cuántos han caído y me da igual.

Lo cierto es que a medida que avanza la partida, nuestra puntuación se distancia notablemente. La tranquilidad y confianza me llevan a conseguir incluso algún “strike”, algo que parece estimularla a ella para conseguir dos seguidos. Mi ilusión no es ya ganar, cosa que doy por imposible. Además me duele el antebrazo como a un pajillero compulsivo. No sé si por casualidad o compasión suya, pero logro vencerla en una ocasión, una entre ocho o diez. Mientras descanso un rato, ella se va ala mesa de al lado y se pone a hablar con unas mozuelas de muy buen ver que están acompañadas de otros jóvenes también tailandeses. Se hacen unas fotos. A su vuelta, con toda mi inocencia, le pregunto si las conoce de algo. “Sí claro, ellas trabajaron conmigo en le salón de masajes y ellos son los cantantes de la discoteca X”. “Ah, vale. O sea que ellas son putas y se gastan el dinero con sus novios que no ganan ni para pipas, algo muy habitual en este entrañable país” pienso para mis adentros.


LAS AMIGAS PUTAS DE KAI

Con la mano y el brazo hechos polvo, nos despedimos y quedamos para esta misma noche, no para salir de paseo juntos, nadie me priva de mis visitas a los go-go bars, sino para encontrarnos en el soi 13.

Sobre las dos suena la señal, en mi cerebro, para lanzarme a la puta calle, nunca mejor dicho. Arribo a puerto media hora después. Saludo a los habituales y me acomodo junto al Mart, el americano. Kai está en otra mesa con Nan y un “novio” que se ha echado para la noche. Me hacen señas para que me acerque hasta ellos. Dejo al estadounidense en compañía de unas damiselas, y me siento con mi acompañante ocasional. Comentamos con los demás contertulios como ha transcurrido el día. Todo va bien hasta que veo que Kai empieza a ir y venir de no sé donde. Finalmente veo que tanto ajetreo se debe a una visita inesperada. La veo, al otro lado de la calle sentada con un extranjero. No le doy importancia. Bien visto, ni siquiera he tenido acceso carnal con ella. El problema radica en que ella va predicando a diestro y siniestro que es mi novia, pero está sentada con otro. Lo peor está todavía por llegar. Se me acerca una amiga que me dice: “¿Te importa si Kai se va un rato con el “farang”?” “Es que es un antiguo amigo (léase cliente) que no ve hace tiempo.” No salgo de mi estupor, y ante lo surrealista de la situación, respondo: “No, no, no me importa, que haga lo que quiera”. No pasan 30 segundos cuando veo a mi “novia” montada en un taxi saludándome desde la ventanilla. Me río y comento la jugada con los que me acompañan en ese momento. Nadie sale de su asombro. Todos sabemos que estas cosas pasan muy a menudo, pero no delante de las narices de los concernidos.

En ningún momento Kai me ha interesado mucho, ha sido más bien ella la que ha iniciado y querido nuestra “relación”. Me olvido del asunto y sigo dándole a la sin hueso, entre trago y trago de Johnnie Walter Black Label.

Pasadas un par de horas o menos, aparece lozana y radiante, y como si aquí no hubiera pasado nada, la, para mí, interfecta. Durante el espacio de tiempo en el que estamos acompañados de otras personas, no hacemos alusión a lo sucedido. Aunque mi rostro lo dice todo. Se me puede calificar de muchas maneras, pero ciertamente no de papanatas, y más ante un amplio auditorio.

Cuando nos quedamos solos, empiezo a oír una retahíla de excusas y justificaciones que no se sostienen por ningún lado. “Es un amigo de hace mucho tiempo” “No hemos hecho nada, de verdad, te lo prometo”. Mi mirada perdida (realmente estaba mirando a las demás titis que pasean por a calle a esas horas) y mi adusta actitud tensan más el ambiente. Permanezco en silencio hasta que a ella se le acaban los vacuos argumentos.

“¿Tú te crees de verdad que soy tonto? Me da igual lo que hayas hecho, y si quieres puedes volver ahora mismo a la habitación de tu amigo.” Espeto con voz parsimoniosa. Hasta en estas situaciones, en Asia, se mantiene la compostura. “Perdón, perdón, perdón”, no para de repetir. “Venga, vámonos juntos” me dice con total desfachatez. “Esta noche no voy contigo a ningún lado, y mañana ya veremos” me permito decirle, una vez más como excusa a mi incapacidad sexual temporal por la ingesta de sustancias, que en ciertas dosis, son inhibidoras de la libido. Se va un tanto airada, pero consciente de que su “pecado” no tiene perdón. ¡Sólo me faltaba eso, ser el segundo plato de una velada!

Al día siguiente las aguas vuelven a su cauce. Nos vemos pero no nos saludamos. Los dos somos conscientes de que si estamos allí es por algo. El “amigo ocasional” no hace acto de presencia, no sé si por la negativa de la noche anterior o porque simplemente nole da la real gana. La cuestión es que a lo tonto nos vamos acercando Kai y yo. Pasan las horas y las copas, y una vez más me veo “secuestrado” en un taxi con destino ignoto, o no. Por un momento, tonto yo, intento tomar las riendas de la situación, y le doy al conductor las coordenadas de mi vivienda ocasional. Ya me da igual todo. Pero en el fondo sé que es una zorra, ¡una maldita zorra! Johnnie obra milagros. El maldito truhán de las botas y el bastón, consigue que cometa el mayor de los pecados: ¡llevarla a mi apartamento!

Lo cierto es que la situación me pilla algo desconcertado. Habrá que despelotarse, digo yo. En un plis-plas nos encontramos los dos sobre la cama como Dios os trajo al mundo. La muchacha no es muy activa. Si yo me pongo en marcha, supongo que ella pondrá algo de su parte. Vana esperanza la mía. Trabajo más que un catador de bivalvos gallegos. Su gozo parece infinito, pero mi impresión es la de ser un simple consolador con cuatro pilas AAA. Mi estado me impide discernir entre sueño y realidad, sin embargo, el agotamiento me devuelve a la cruda realidad. Intento un par de incursiones en su ser, pero el milagro no se obra. ¿Qué puedo hacer a las siete la mañana tras haber ingerido 15 (contabilizados oficialmente y algún otro) whiskies más la medicación? Pues nada, lógico. Pero la cuestión radica en que la chavala no se vaya descontenta de mi humilde hogar bangkokiano. Y así es. Tras los amagos, vemos que la situación no lleva camino de prosperar. Lo mejor es que cada uno repose en su respectivo lecho. No despedimos efusivamente, tanto que ella me deja, muy conscientemente, un “chupón” en el cuello para marcarme y ahuyentar a posibles féminas que quisieran “gozar” de mi compañía. Quedamos para el día siguiente, como si fuéramos “novios formales”, jajaja. Pero Tailandia, y en especial sus habitantes, nunca paran en su empeño de sorprendernos. De hecho la noche en la que se debía reafirmar nuestro amor, por decir algo, sucede lo inesperado, o no tan inesperado …

El día transcurre con normalidad. Cine, compras, masajes podales, internet, sushi, CNN, bañito en la piscina, etc., lo habitual en un vividor radicado en el sudeste asiático. Llega la noche, y una vez más retomo mi rutina que, cada noche incluye alguna pequeña variación para no convertirse en monótona. Una copa aquí, un chochete aquí, dos copas allá, dos chochetes allá, la cuestión es que mi obligación moral es la de descubrir nuevos “paisajes” para los amigos que me acompañan de tanto en tanto. Soy el explorador, la avanzadilla que investiga cómo está el terreno objeto de una futura expedición realizada en profundidad.

Pero es la estación terminus es siempre el soi 13. Allí acabamos los que no sabemos cómo acabarán nuestras vidas, a pesar de de algunos ya lo suponemos. En la entrada del callejón no figura la inscripción “Carpe Diem”, sin embargo, todos los que por allí pululamos llevamos inscrito el dicho latino en nuestros corazones.

La inercia me lleva al soi 13. Pasan pocos minutos de las dos de la mañana, y ya estoy allí, sentado en mi silla de resina barata, frente a una mesa plegable que cojea por los cuatro costados, y esperando mi copa de Johnnie. ¡Qué triste es la vida del desocupado con recursos! No tardan en aparecer las amistades. “¿Qué has hecho hoy?” pregunta uno. “Pues nada”, responde el otro. Es la tónica habitual, salvo raras excepciones.

Como no podía ser de otro modo, aparece Kai. Charlamos un rato y luego cada uno se reúne con su grupo para seguir con las “profundas” disquisiciones que pueden tener lugar en tan peculiar espacio.

Pasan pocos, a mi entender, pocos minutos, y ya me encuentro dentro de un taxi, así, de sopetón. Ya conozco a la hembra medianamente, y le indico al conductor que nos lleve hasta mi residencia. ¿Un error? Tal vez …

Kai entra en mi apartamento como si hubiera estado allí toda la vida. Yo sigo mi rutina habitual como si nadie estuviera allí incomodándome. Me desvisto, me ducho, me ato la toalla a mi cintura y le digo hola a la “intrusa”.

No pasan dos minutos y ya estamos en plena acción. ¿Estamos? Más adecuado sería decir que YO estoy en plena acción. Ahí estoy yo, como un mariscador gallego, en busca del percebe. Consigo, a mi entender, que ponga máquinas a plena potencia, y por los signos físicos, así parece ser. Ante ciertas pruebas, no hay engaño, y ante Johnnie Walker tampoco. Mi gozo en un pozo. Mi auto-engaño podía llegar hasta cierto punto y yo lo sabía. Hago un amago de penetración que sonrojaría a cualquier pre-adolescente.

Abatido por el alcohol, el alprazolam y la doxepina, opto por la retirada, en este caso la suya y no la mía. De la mejor forma que puedo le doy a entender que debe abandonar mi espacio vital. Como buena puta, lo entiende al instante, sin embargo, quiere dejarme un recuerdo. Me besa en los labios, en la mejilla, en la barbilla, y en el cuello. Allí se detiene. Bien, le habrá gustado mi cuello, siempre perfumado con Armani clásico. Pero las putas siempre llevan algo perverso en su interior. Comienza a succionar, pasan los segundos, pasan los minutos, y yo no reacciono. Sé lo que está haciendo, pero en mi estado, lo único que quiero es dormir. ¡Me está marcando como a una res!

No sé de qué forma le doy a entender que yo tengo que dormir solo. Un mantra se repite en mi cabeza: “Vete a tu puta casa, vete a tu puta casa, vete a tu puta casa, …”.

Una vez logro desembarazarme de la amante obsesiva, me desplomo sobre mi lecho.

La historia con Kai me está resultando estresante. Mi psiquiatra me obligaría a dejarla ipso facto. Mi paso por las más diversas consultas médicas ha hecho de mí un auténtico experto en trastornos mentales. Sé que mi relación, por llamarla de alguna forma, está siendo perjudicial para mí, como la mitad de las cosas que hago en la vida.

A cualquiera le resultaría fácil romper con una puta, pero yo soy un caballero hasta para eso. Debo elaborar alguna estratagema que conduzca a la ruptura, si bien me temo que ella no tardará en facilitarme la labor.

Una noche más aterrizo en el soi 13 y sigo el mismo ritual, tengo algo de autista también, todo tiene que ser igual cada día y si hay variaciones tienen que haber sido previstas con antelación, sino mi mente sufre una especie de cortocircuito con desenlace imprevisible.

Tomamos nuestras copas con nuestros respectivos amigos, nos juntamos un rato, la policía viene a desalojarnos, nos realojamos una vez la autoridad se marcha, todo como siempre.

Hay que calentar la situación. Le recuerdo la infidelidad de hace un par de días. Se empieza a mosquear. Yo me río. Una de sus extrañas manías es hablarme en japonés cuando se cabrea. “Arigató” (gracias en japonés) es lo único que acierto a responderle. Mis conocimientos del idioma nipón son nulos, se limitan a las cuatro clásicas palabras.

Al tercer “arigató” me arrea una bofetada, una de esas que suenan, de las que te giran la cara, las típicas que en las películas repiten a cámara lenta. Mi semblante cambia de inmediato, dirijo la mirada hacia otro lado y la ignoro. ¡Perfecto, me ha dado el motivo ideal! Si bien, yo no esperaba que fuera de forma tan violenta. La que hace una par de horas mostraba orgullosa el chupón que ella me había hecho la noche anterior, ahora se torna en un compungido ser que no puede reprimir las lágrimas. Se percata de que su acción ha ido demasiado lejos. Por lo que sé, es de lágrima fácil y … falsa. No en vano, mientras llora y me suplica perdón, se acerca una amiga a preguntarle no sé qué. Entonces, repentinamente, ceja en su llanto y conversa con total normalidad con ella. Una vez marchada la amiga, reanuda la llantina en el punto donde lo había dejado. A duras penas mantengo el rostro impávido, de tanto en tanto esbozo una sonrisa que intento camuflar echando el humo del cigarrillo que estoy fumando. Lo único que le digo es: “A mí nadie me ha pegado nunca, y tu no vas a ser la primera”, una frase un poco “de manual”, pero en tailandés y a esas horas, no puedo hacer florituras con el idioma. Me levanto, y sin girarme, tomo el primer taxi que encuentro. Objetivo conseguido. ¡Me he librado de ella, y ella ha sido la culpable!

Recapitulemos, porque todavía tengo fresco el recuerdo en mi mente, dado lo poco frecuente de la situación vivida con la tailandesa. Además, deseo profundamente que esta experiencia sirva de ejemplo a los lectores que quieran tomar un rumbo hacia el lejano sureste asiático, y entablar relaciones “estables” con súbditas del Reino de Siam. Es importante que reincida en la experiencia vivida, en este caso por mí, para que futuros aventureros no caigan en las garra de semejantes arpías.

Ahí está Kai charlando con sus amistades ocasionales. En vista de que no ha encontrado un cliente “jugoso” (supongo yo) se me acerca y comenzamos a charlar hasta que la conversación se torna en disputa por su parte (cosas del alcohol en las mujeres). Yo, a esas alturas, ya me río, veladamente, de todo. El palique llega hasta el punto en que recibo la mencionada, soberana y sonora bofetada en mi mejilla izquierda. Mi amigo Johnnie (el Black) me echa una mano y me sugiere tranquilidad. ¿Qué voy a hacer? ¿Responder de la misma forma? No, obviamente no. Y eso es lo que más le duele a Kai. Tal vez se esperaba la reacción airada de un novio celoso e iracundo. Pero no. Yo mientras tenga en mi mano mi copa de Black Label, poco caso le voy a hacer a una despendolada. Sin embargo, tonto no soy, y aprovecho la ocasión para finiquitar definitivamente, por si cabía la duda, lo que era nuestra “relación”, si algún día existió. Me libro de un peso de encima y además quedo bien. “Nadie me ha dado nunca una bofetada en plena calle y menos delante de la gente. Tú has sido la primera y la última.” Estas fueron las últimas palabras que oyó Kai de mí. Llantos, desesperación, perdones, arrepentimientos, etc., es lo que pude oír el tiempo que nos seguimos viendo. Me hizo especialmente gracia el día de la bofetada y la llantina, por este motivo lo vuelvo a remarcar. Se dio la peculiar circunstancia de que mientras hablaba conmigo, su llanto era algo conmovedor (para el advenedizo), pero en el momento en que se acercaba un amiga a charlar, súbitamente la pena desaparecía y se entablaba una conversación de lo más normal, algo que acabó por sacarme de quicio, y ¿a quién no? Una vez terminada la charleta, Kai proseguía con su llanto como si no hubiera habido interrupción alguna ni cosa grave que la perturbara. ¡Válgame Dios! No me importa que me consideren tonto, pero hasta cierto punto.

Los días venideros nos seguimos viendo en el soi 13, nos saludamos y poco más. De tanto en tanto recibo una llamada suya que no atiendo. No me sabe mal. Ella siempre reconoció que era puta, muy puta.


EN LA PRESENTACIÓN DE LO ÚLTIMO DE LA CASA J.WALKER

Por muchos años que lleves circulando por Bangkok, la ciudad siempre te depara nuevas sorpresas. Somos muchos los que, por costumbre o vicio, tendemos a relacionarnos con mujeres de dudosa reputación. Bueno, realmente su reputación solemos conocerla de antemano. Sin embargo, de tanto en cuanto, aparece una nueva que nadie conoce. Ahí surge el morbo. Es obvio que la mujer que circula por ciertos andurriales no es “trigo limpio”, pero atrae la atención de los que la vida nos empuja a nadar en aguas turbias.