5.5.06

Un trocito de España

Es mi última noche “oficial” en Songkhla. Por “oficial” se entiende simplemente que en el programa nocturno no se incluyen ni alcohol ni mujeres. La verdad es que ya estoy algo cansado de visitar cada noche los mismos bares, pero este pueblo no da para más. ¿O me equivoco? Tal vez. Será cuestión de salir en plan aventurero y adentrarse por parajes ignotos.
Tomo mi habitual moto-taxi. No hace falta que le diga ya a dónde voy. Seguro que a estas alturas, mi fama de alcohólico putero irredento ha recorrido todo el hotel. No me extraña que luego, todos los occidentales tengamos esa fama. Por uno que cae por el hotel y resulta que se dedica a dormir de día y a beber de noche.
Hago el recorrido habitual y no encuentro nada que me llame la atención. Para más INRI veo a la policía haciendo una redada en un local porque han pasado algunos minutos de la una, hora oficial de cierre.


Amanezco a las 5 de la tarde

Desesperado deambulo arriba y abajo por la única calle que cuenta con “establecimientos de diversión”. Ando más perdido que Llamazares en Génova 13. Recurro a los únicos que pueden sacarme de mi momentánea crisis existencial. ¿Qué hago? ¿Quién soy? ¿Dónde estoy? El camino para encontrar las respuestas me lo pueden indicar esos extraños seres que pululan por toda la geografía tailandesa: los conductores de moto-taxi. Están sentados sobre una tarima de madera que hace las funciones de parada. Allí charlan, juegan, beben, en definitiva ven pasar la vida en ese cruce de dos calles de un pequeña urbe tropical. “¿Qué pasa por aquí?” les digo a modo de saludo. “Pues nada” responden sorprendidos, no tanto porque yo hable su idioma, sino porque me apalanco sobre su tarima y enciendo un cigarrillo. Charlamos un rato sobre lo de siempre para acabar en mi pregunta de siempre: ¿”Aquí dónde hay whisky y putas a estas horas?”. Barajan varios nombres pero no acaban de ponerse de acuerdo. “¡Eh! Que me da igual, que yo voy a todos lados”. Empezamos por … por … no acierto a definirlo. Podría ser una casa particular, una especie de cabaña, no sé, algo con cuatro paredes y un techo y unas guirlandas luminosas junto al obligado karaoke presente en cualquier casa o establecimiento asiático que se precie. Hay una barra, por lo que deduzco que se sirven bebidas. Nada más entrar, todas las miradas de los presentes se centran en mi persona. Me siento algo incómodo, pero por un whisky, no me importa pasar por ese momento de cierto bochorno. “Un Black Label con Sprite, por favor” le digo a la camarera. “No servimos alcohol después de la una, está prohibido. Sólo refrescos y cerveza” me responde. “Joder, cagonlahostia” pronuncio en claro castellano pero sin poner cara de cabreo, no vaya a ser que se crea que la he insultado y me saquen dos maromos a palos. Lo que más me indigna es que me digan que no venden alcohol pero sí cerveza. ¿Y la cerveza qué lleva? ¿Aguarrás? En España también he oído a veces frases como: “Hoy no voy a beber, sólo tomaré cerveza”. Están tan idiotizados que se quieren engañar a sí mismos pensando que la cerveza es coca-cola clarita.


El tránsito de barcos es contínuo

En la puerta me esperan los dos “taxi-drivers”, sí uno me lleva y el otro me hace de escolta. Les animo: “Venga, pensad otro sitio”. No sé qué dicen, la cuestión es que me subo en la moto y nos dirigimos con rumbo desconocido para mí.
En apenas unos minutos, porque en Songkhla todo está a pocos minutos, me encuentro frente a un local con la típica iluminación que no lleva a engaño. Realmente es un garaje transformado, como muchos negocios en este país. Por fortuna, el alcohol en sangre es la suficientemente alto como para soportar lo que voy a ver. Los neones blancos, esas luces traidoras que siempre nos enseñan la verdad, ya están encendidos. Todos los que por allí andan se me quedan mirando como si Cristo se les hubiera aparecido. Me siento en una incómoda silla de resina frente a una mesa de formica. Las chicas, todas juntas, están sentadas en otra mesa. Las miro de reojo para no parecer maleducado. Estoy borracho pero lo que veo por el rabillo del ojo no me gusta nada. Celulitis, pechos que probablemente les llegan al ombligo en cuanto son liberados, y caras de asco. Ni siquiera el whisky me hace ver un atisbo de belleza. Pero mi prioridad en ese momento es el líquido precioso. La camarera me da la triste nueva. Tampoco venden alcohol. Su puta madre, además de feas, no venden alcohol. ¿Cómo quieren que un hombre se las lleve si no es en un estado próximo al coma etílico?
Salgo en busca de mis guías de la noche. Vuelven a hablar entre ellos. “Bueno, ¿qué?” les digo con cierto nerviosismo por la falta de Black Label. “Hay un sitio, pero no es un bar de chicas” me dice uno de ellos. “OK, OK, vamos, vamos”.
Tres minutos tardamos en llegar al “TI-KI bar”. El moto-taxista me pregunta si puede esperarme. “Como tú lo veas, pero como sirvan whisky, me voy a quedar un buen rato” le señalo. “No importa, yo le espero” me indica.
La duda me corroe. Estoy como aquél que abre el periódico para ver si le ha tocado la ONCE. Con tranquilidad y seguridad aparente pido una consumición, pero en voz baja, como si comprara alguna sustancia ilegal. El joven que me atiende no se inmuta ante la comanda. Va directo a la zona donde se encuentran los vasos y el hielo. Coge la botella de Johnnie y con ese meticuloso cuidado sirve la cantidad justa, para él, en el dosificador y lo sirve sobre los cubitos de hielo de la copa. Abre una botella de Sprite y me lo trae todo a la barra. ¡Baco a escuchado mis plegarias! El primer trago me sabe a gloria, pero … hay un pero. Eso parece un simple refresco. Lo atribuyo a mi ansia acumulada. Enciendo un pitillo y me pongo a mirar a mi alrededor. Efectivamente, no es un bar de putas, lo que no quiere decir que no haya putas. Pero en un lugar así y en tierra extraña, es aconsejable no mirar a ninguna fémina si no es que antes ella te ha mirado y ha mostrado cierto interés en entablar conversación. El establecimiento es más bien un restaurante. La gente se sienta en las mesas y encarga comida. Claro que los puti-clubs tailandeses típicos, donde no hay turistas, también son así. Eso de tomar copas sin comer sólo lo hacemos los occidentales. Por lo que pueda ser, me limito a mirarme en el espejo que tengo frente a mí y meditar sobre esas cosas que se piensan con una tasa de alcohol en sangre un tanto elevada. También miro las botellas expuestas en las estanterías de cristal que hay frente al espejo. Como si hubiera atravesado una de esas puertas que dicen que te transportan por el espacio y el tiempo, veo frente a mí una botella de Larios. ¿Qué extraño recorrido habrá hecho la ginebra para llegar hasta este remoto lugar del Asia más profunda? Su visión me recuerda a una buena amiga que me acompañó en España durante una larga temporada en un tiempo en que mi capacidad para ingerir líquidos espirituosos era casi asombrosa, y la de ella, si cabe, más. Lo pasamos bien juntos, pero mejor lo hubiéramos pasado por estos lares, aunque ella no habría podido beber su habitual Larios con mucho hielo y sin limón … excepto en este perdido pueblo del sur tailandés. Es un trocito de España en el extranjero.


Día de asueto en la playa

La bebida sigue sin saberme a nada. “¡Chaval! Ven aquí” le digo al camarero levantando la mano derecha, en posición de borracho desesperado y meditabundo o sea, con la frente reposando sobre la palma de la mano izquierda y el codo clavado en la barra. “¿Tú me has echado whisky en esta copa o te has olvidado?” le suelto con total desparpajo. Se me queda mirando algo estupefacto. “Sí, claro. Si quiere le pongo uno doble la próxima vez” me responde mientras se repone de la pregunta que ha puesto en duda su honestidad. “Pues sí, ponme uno doble. Es que si no, no noto nada” replico. El joven diligente hace todos los preparativos delante de mí para que vea que efectivamente hay dos dosis de Johnnie Walker en la copa. Me la sirve mientras asiento y sonrío. “Un whisky doble para el de la barra le dice al de la caja”. Me traen el ticket y compruebo lo que siempre había sabido: las copas son más baratas que en España pero hay que beber el triple. Por una parte está bien por el efecto diurético y por otra parte, nunca se llegan a derretir los cubitos.
Al no ser un bar de putas, nadie viene a hablar conmigo. Pero cuando voy por la tercera copa, doble también, se me acerca una chica. Me saluda. Me suena de algo, pero no acabo de ubicarla. Si la conozco, lo más probable es que sea puta, pero a riesgo de equivocarme, con las posibles consecuencias, dejo las manos quietas. Por la conversación llego a la conclusión de que es la dueña del Captain’s Boat, uno de los puti-clubs del pueblo.
En vista de que esta noche no va a pasar nada, y estando ya mi nivel de alcohol en sangre lo suficientemente alto como para quedarme dormido sin mucha dificultad, opto por la retirada. Pago la abultada cuenta y salgo del local. Han pasado casi dos horas pero ahí está mi moto-taxista. “Al hotel” le indico. La brisa marina me despeja un poco por el camino. Llegamos al hotel. La entrada está situada en la cima de una pequeña colina que formada por la construcción misma del establecimiento. Generalmente, cuando llego en moto, me paro abajo y subo caminando, más que nada por una cuestión de imagen. No es plan que el primer día llegue en coche de lujo y de uniforme, y luego aparezca en una moto destartalada y en bermudas. Pero esta noche haré una excepción. No me veo con ánimos suficientes como para subir esa cuesta. En el fondo, sólo me verá el portero si no es que está dormido. A duras penas, la motocicleta alcanza la cima a una velocidad próxima a la inmovilidad. Le doy un billete azul de 50 bahts (1 euro) al chaval. Se me queda mirando con una extraña mirada, no sé si de aprobación o de reproche. No espero a aclarar mi duda y, raudo y veloz, me meto en el hotel mientras le digo: “Mañana donde siempre”. De este modo no le permito hablar y le reconforto en cierto modo haciéndose la ilusión de que mañana tendrá un cliente seguro. Sólo que no habrá un mañana. En el ascensor sigo dándole vueltas a lo procedente que ha sido darle sólo un euro por estar pendiente de mí tres horas o más. Me auto-justifico haciendo cálculos sobre los baremos, las ponderaciones, las rentas per cápita nacionales y demás historias para sentirme bien habiendo pagado 1 euro. Pero qué cabrón soy, podría haberme estirado un poco más, pero por otro lado si se les acostumbra mal, acabarán subiéndose a la parra. Nada, nada, 1 euro está bien. Una ducha, algo para comer, TV5MONDE y a dormir, que todavía me queda un día para aprovechar en la costa.


No han naufragado, se bañan así

Hoy es domingo. Hace ya dos horas que oigo a las camareras de mi planta hablar y reír cerca de mi puerta. Me decido a ponerme en pie. Me cuesta, como siempre. Afortunadamente hace un día espléndido. Salgo a la terraza a respirar aire fresco proveniente del mar. Observo como la playa está salpicada de domingueros. Iré a verlos de cerca, a analizar sus costumbres. Antes me paso por la piscina del hotel. Una mujer occidental en tanga siembra el estupor entre resto de huéspedes orientales. Los niños se la quedan mirando sin ruborizarse en absoluto, supongo que se preguntan por qué sus connacionales no llevan esta prenda. La verdad es que no tengo ni idea de cómo ha llegado hasta aquí una occidental, que muestra, a todas luces, desconocer los usos y costumbres del país, y una falta de respeto por éstos. Aunque más de uno se alegra de su desfachatez. Un par de japonesas se dan un chapuzón enfundadas en un bañador tipo años 30, de esos con faldita incorporada para tapar algo que no se vería aunque no existiera la faldita dichosa.
Paso menos de una hora, el sol es insoportable. Opto por ir a pasear por la playa, Samila Beach. Ya me bañaré cuando el sol se haya puesto y el agua no tenga “temperatura urinaria”. Un caminito de tierra lleva hasta el principio de una playa de varios kilómetros, sobra decir que mi recorrido alcanzará un máximo de un kilómetro. Sobre unas rocas que conforman un pequeño entrante en el mar diviso a los primeros thais. Como la tradición obliga, se bañan vestidos con pantalón largo y camiseta, tanto ellos como ellas. La imagen no puede resultar más irrisoria. Para el que no esté al tanto de dicha costumbre, la estampa le puede llevar a pensar que se ha hundido un barco en las proximidades y los supervivientes están alcanzando la costa. No puedo resistirme. Saco la cámara de fotos y empiezo a hacer instantáneas que a la velocidad que cambia el mundo, pronto serán un entrañable recuerdo del pasado, aunque ciertamente, en esta zona del país, las costumbres más liberales tendrán más dificultades a la hora de asentarse. Estamos en zona musulmana y eso también se refleja en las estadías domingueras de los lugareños en la playa. Mujeres, tanto adultas como adolescentes se pasean por la orilla con su velo negro sobre la cabeza. ¡Menudo calorazo! Sólo verlas me hace sudar. Eso sí, como máxima concesión, enseñan los tobillos y los pies, más que nada para no mojarse los zapatos, supongo.
La afición de los asiáticos por las cometas se hace aquí también patente. Hay que ir mirando por donde vas para no tragarte un invisible hilo de cometa. La arena es fina y blanca pero se nota que no cuidan mucho la playa, la basura y algunos pegotes de alquitrán denotan la falta de cultura ecológica que todavía impera por esta parte del mundo. Unos pescadores lanzan sus redes desde la orilla. Nunca he visto a nadie pescar desde la orilla de una playa, máxime cuando está repleta de gente. Me detengo un buen rato para ver el fruto de su aparente infructuosa labor. Harto de verlos lanzar y recoger sus redes, como si de un simple ejercicio físico se tratara, prosigo mi caminar. A mi izquierda y sentado sobre la arena veo a un occidental. Raro, muy raro. Aquí no hay occidentales y los que hay no van a la playa. Éste busca algo. No tardo en ver lo que busca. “Mariconsón” le diría Castro. Es el típico cincuentón en busca de carne en barra.


Con velo hasta la muerte

Sigo caminando pero las fuerzas flaquean. Es hora de sentarse y contemplar el paisaje y su paisanaje. Me quito la camiseta y me siento a unos metros de la orilla. Pasan pocos minutos y, sin venir a cuento, se me sienta un tailandés a mi lado. Por naturaleza soy desconfiado, y ya pienso lo que él piensa que yo pienso. Pero me equivoco. Es un padre de familia que ha venido con su prole y unos amigos a pasar el domingo a la playa. Contentos de que hable thai se acercan otros y se ponen a charlar conmigo. Se empeñan en invitarme a beber “Mekhong” (whisky de arroz), pero me reitero una y otra vez en mi negativa. No sé como pueden ingerir bebidas espirituosas bajo un tórrido sol. El hombre se dedica al cultivo de aloe vera, y de ello dan fe sus manos. Me habla de su vida, de su trabajo, de su familia. Me pregunta cómo es mi país. Me escucha atento como el que escucha un documental sobre países que sabe que nunca visitará. “¿Te vienes a nadar?” me pregunta. “No gracias, no me apetece” le respondo. Aquí no vale la excusa “no llevo bañador”, porque aquí nadie tiene bañador, de hecho, no he visto ninguna tienda que venda bañadores. Mientras va a reunirse con su familia y amigos para darse un chapuzón, me quedo pensando en cuánto nos gusta complicarnos la vida a los que tenemos más de lo necesario. Tras nuestra conversación, se reafirma mi convicción de que en Tailandia, la inmensa mayoría de las chicas que se dedican a la prostitución, lo hacen como una salida rápida y fácil de su precariedad económica. Las chicas normales se dedican a labores menos gratificantes y peor remuneradas. Pero en este país no falta trabajo para nadie.
Como es habitual en Asia, mis contertulios desaparecen como han aparecido. Ni un saludo, ni nada parecido.


Las cometas, deporte nacional

Desde mi posición, veo mi hotel en la lejanía. Menuda pereza volver a recorrer el camino que me ha traído hasta aquí. Tomo una ruta más distante de la orilla para ver cosas distintas. Ya cerca de mi destino, contemplo con asombro el colmo de lo absurdo. Un par de mujeres con bañador y … bragas y sujetador puestos. Me detengo y miro con cierto disimulo para cerciorarme de lo que mis ojos están contemplando. No, no me equivoco. No me atrevo a hacerles una fotografía. Si son tan pudorosas como para llevar ropa interior junto al bañador, no quiero imaginarme lo que harían si ven una cámara apuntándolas, bueno … más que ellas, son sus acompañantes los que me preocupan. Sigo caminando mientras no para de darle vueltas a la caricaturesca visión que acabo de presenciar. Sólo me gustaría saber qué hay en sus cabezas para vestirse de esta guisa, con las bragas y el sujetador rebosando el bañador por todas partes. Y menuda incomodidad. Vivir para ver.


¿Pescarán algo?

Llego a la piscina del hotel. El sol casi se ha puesto. Ahora si que da gusto darse un baño. Reconfortado ya por el chapuzón, decido irme a la habitación. Paso por el mostrador donde se dejan las toallas. Allí dos chicas muy monas atienden a los clientes del hotel. “¿Hablas tailandés porque tienes novia thai?” me suelta una de ellas con total desparpajo. Sonriendo le respondo lo de siempre: “No. Hablo thai porque he estudiado y he ido a la escuela”. “¿Y no quieres una chica que te acompañe?” me dice mientras se ríe con su compañera. Me quedo algo atónito. Este no es el lugar ni el momento. Este es un hotel de cuatro estrellas y se supone que los empleados no tienen más contacto con lo clientes que el necesario. Sonrío y trato de salir airoso. “Mira, en el cuaderno de las toallas está el número de mi habitación. Estaré allí toda la noche” le digo a modo de sugerencia mientras me dirijo hacia el ascensor enseñándole la tarjeta con la que se abre la puerta de mi estancia.
Ya en mi aposento, me desprendo de la húmeda ropa que llevo. Llamo para encargar la cena y me doy una ducha.
El tiempo pasa y nadie llama a mi puerta. Bueno, sí, el camarero que me trae la manduca.
Mi gozo en un pozo. Habría tenido que insistir yo por mi parte. Me parece que la mozuela no vio suficiente entusiasmo por mi parte. No importa, estoy en Tailandia, y circunstancias como ésta son harto frecuentes.
Tras la pitanza, me meto en la cama, me tapo bien y le doy al aire acondicionado, algo que sólo se debe hacer en los hoteles, teniendo en cuenta lo que consume el aparato. Pongo mi cadena de televisión favorita y espero a que las sustancias estupefacientes, y legales, que he ingerido hagan su efecto.

Mi despertar es apacible. No es lo mismo una resaca de Johnnie que una de doxilamina, hidroxizina, doxepina y alprazolam juntos. No puedo negar que se nota cierto atontamiento, pero creo que es más fruto de la temprana hora, las once, a la que he tenido que levantarme que no de los efectos secundarios de los fármacos ingeridos.
La noche anterior, mi escaso equipaje ya ha sido recogido, por lo que únicamente me queda ponerme el uniforme y bajar a reopción para hacer el “check-out”. Me atienden con la exquisitez típica de los hoteles tailandeses. Desde mi móvil intento contactar con la parada de taxis estrambóticos pero baratos. No me apetece pagar lo que me pide el hotel por el transporte hasta el aeropuerto. Bien mirado es una tontería, hay una diferencia de apenas cuatro euros, pero cuando uno vive una temporada por estos lares, cambia el valor de las cosas. En España, por esa diferencia, ni te lo piensas. Pero aquí las cosas cambian, quizás sea también porque utilizamos bahts y las cifras no son las mismas, 200 bahts es mucho pero cuatro euros, o sea lo mismo, no es tanto. ¿Es una gilipollez? ¡Sí! Pero es así.
La cuestión es que no logro dar con la maldita mafia del taxi. Vuelvo a recepción y pido un taxi. “¿Tendría que haberlo pedido ayer?” me dice la amable empleada. “Sí, ya lo sé. No lo hice pero ahora tengo que irme al aeropuerto” replico yo. “Serán 400 bahts” oigo detrás de mí. “OK, pero me tengo que ir ya” insisto. La verdad es que no hay ninguna prisa. Siempre me tomo los viajes con mucho tiempo. Quizás sea por defecto profesional, he visto tanta gente perder el avión … Por otra parte me gusta ver los aeropuertos y tomarme mi tiempo para analizar todo lo que en éstos sucede.
Llega el coche. Cargamos el escaso equipaje y nos encaminamos hacia el campo de aviación. Arribados a destino pregunto: “¿Cuánto es?”. “350 bahts, señor” me responde el taxista. ¿Por qué me diría la del hotel que eran 400 o 450? Así funciona el país, por eso le pregunto al taxista, porque puede sonar la campana y ahorrarme un dinerillo.


Blanco o negro, velo se queda

Desde que el año pasado hicieran explosión un par de bombas de los independentistas islamistas, las medidas de seguridad se han extremado. Sólo pueden entrar los pasajeros y empleados, por eso está medio desierto. Un par de mochileros por aquí, un par de hombres de negocios por allá y poco más. Facturo sin problema. Pago la tasa aeroportuaria y subo al primer piso, donde se halla el control de pasaportes. Had Yai no es muy grande y su aeropuerto, aún siendo internacional, es de reducidas dimensiones. Los mostradores de inmigración no son más de ocho. Entrego mi pasaporte. Sé que me paso de un día, pero no pasa nada. ¿No pasa nada? “Coja el pasaporte y acompañe a mi compañero hasta la oficina” me dice el funcionario. ¡Joder! Espero que sea sólo para decirme que me he pasado de 24 horas, o sea que tengo un “overstay” en lenguaje técnico. Lo más absurdo en estas situaciones es poner mala cara y pedir explicaciones. No lo entiendo. El año pasado, en Bangkok, me pasé y no ocurrió nada. Además en los paneles informativos del aeropuerto de Bangkok indicaba claramente que un día lo perdonaban pero que a partir del segundo había que pagar 200 bahts por día.
Yo espero a ver lo que pasa, y lo que pasa es que el funcionario bajito y con cara de chino empieza a sacar blocs de formularios. Coge mi pasaporte y empieza a tomar datos. Con el tiempo que lleva eso, tenemos tiempo de entablar una conversación, la de siempre. Por qué hablo su idioma, qué hago en la vida, etc. Ya me la sé como si de una poesía se tratara. Me hace firmar un par de documentos y me pide 200 bahts. Con la confianza que nos hemos tomado tras la conversación, le pido explicaciones y le digo que en Bangkok no había que pagar nada por un día. Como única respuesta obtengo un “pues aquí es así. Charlo con los otros empleados de inmigración un ratillo y compuesto y con 200 bahts menos en el bolsillo me voy hacia la puerta de embarque, que está allí mismo, a diez pasos. Hago la correspondiente compra de tabaco con el pertinente descuento por ser de aviación, y me siento a esperar a que nos llamen para embarcar en el avión que me va a llevar hasta una tierra ignota para mí: Malasia.