12.9.06

"One night in Bangkok makes a hard man humble"

“One night in Bangkok makes a hard man humble” (Una noche en Bangkok hace humilde a un hombre duro), cantaba en los ’80, Murray Head. Ciertamente, Khrung Thep Mahanakorn (126 palabras más conforman el nombre real de la ciudad), conocida como Bangkok por los extranjeros, sugiere multitud de sensaciones, una de ellas puede ser que eres humilde en el fondo de tu ser, allí ves que no eres nadie, o más bien que eres uno más entre este gentío multicultural. Indudablemente se la relaciona con el sexo, más que nada, por la imagen que la industria cinematográfica ha querido dar de ella. La realidad es muy distinta, si bien, no menos placentera. En una urbe de más de 11 millones de habitantes, la oferta sexual enfocada hacia los extranjeros queda reducida a cuatro calles que no suman ni tan siquiera los cinco kilómetros.


La belleza thai es indiscutible, ¿o no?

Pero, sin duda, esas pocas calles dan mucho que hablar. He visto incluso películas, en las que la trama se situaba en Filipinas o Vietnam, y estaban rodadas en esas famosas calles de Bangkok. Sin duda, Bangkok es una ciudad en la que se puede gozar del sexo, pero está lejos de lo que a cada momento proclaman las televisiones españolas (Antena 3, El Mundo TV, etc.): “La capital mundial del sexo”. Me irrito sobremanera cada vez que oigo estas palabras. ¿Alguien se ha dado una vuelta por las ciudades españolas de noche? Eso sí es deprimente. Prefiero no seguir hablando del tema.

Tras mi aventura malaya regreso a Bangkok. ¡Estoy en casa! Exclamo interiormente. Resulta curioso que en un país que dista mucho de ser oficialmente el mío, perciba esta sensación de seguridad que supone el llegar a casa. Lo he comentado con varios amigos, y no soy el único que se percata de este sentimiento.
Una vez instalado en casa, no me queda más que deshacer las maletas y reemprender mi “dura vida bangkokiana”. Las putas, mi punto de referencia en esta urbe, apenas se habrán percatado de mi ausencia. La más avispada me preguntará dónde he estado todo este tiempo. Dada mi supuesta, por ellas, condición de piloto, no se extrañan de que les diga que he pasado unos días en Malasia, como si les digo que he estado en Buthan, tanto les da. Lo importante para ellas es que estoy allí y, por ende, las puedo invitar a una copa. Aunque he de reconocer que no todas son tan interesadas, y tienen bien aprendida la lección: la que pide se queda sin copa, sólo invito a las que no lo solicitan. Saben ya bien, las veteranas, que sólo invito cuando quiero. Las invitaciones al tuntún quedan reservadas para los turistas deslumbrados ante tanta exhibición de lujuria. Los habituales estamos ya curados de espanto, y frente a una vulva rapada a escasos centímetros de nuestro rostro, apenas nos inmutamos. El único comentario que me atrevo a hacerles, si se tercia, a cualquiera de estas descarriadas, es que se afeite el vello púbico, que ya le ha crecido, y esos pelillos incipientes pueden molestar a sus potenciales clientes.


Hay sitio para todos en Bangkok

Siguiendo con mi, hasta cierto punto, rutinaria vida siamesa, salgo de Nana Plaza sorteando pedigüeños, niñas “vende rosas”, travestís, algún espontáneo elefante, y toda suerte de obstáculos, a cada cual más extraño. El más atractivo y llamativo para los advenedizos es el puestecillo de insectos (muertos, se entiende), preparados para ser degustados. Gracias a este carromato, ya mundialmente famoso, todo el mundo se empeña en que los tailandeses comen este tipo de “bichejos” habitualmente, cosa totalmente falsa. No digo que en alguna ocasión no lo hagan, de hecho incluso yo he comido, pero de ahí a considerarlo parte de su dieta habitual, hay mucha distancia. En vista de que los turistas sienten gran atracción por su negocio, pero no efectúan ninguna compra, han optado por poner un cartel con la bien explícita frase: “Take photo. Please tip” (Una foto. Propina por favor). Lo cierto es que nunca he visto a nadie dar propinas, pero si cae, cae.

Los puestos ambulantes que se instalan en Sukhumvit a partir de las doce y media, están terminando sus preparativos para recibir a la riada de putas, puteros y espontáneos. Unos para reponer fuerzas comiendo cualquiera de los manjares sazonados con la inconfundible contaminación de una de las calles más importantes de Bangkok. Otros para seguir llenando su cuerpo con cualquiera de los escasos alcoholes que allí se sirven. Ceo que no hace falta decir a qué grupo pertenezco yo.
Ese momento, el de la primera copa en la calle, es un breve descanso tras el ajetreo que se respira en los go-go bars.
Comienzo con mis delirios en los que imagino que en cualquier isla de las que están a pocos kilómetros, encontraré a la persona de mi vida. Sé que no es cierto, pero aquí, en pleno Bangkok, con los buses rugiendo a mi espalda, pienso que eso puede ser posible. Obviamente, cualquier atisbo de fantasía se desvanece al día siguiente bajo los efectos de una resaca que reconduce a la realidad a cualquier ser viviente. Sí, he vivido, por unos breves instantes, “El Lago Azul”, pero ha sido una mentira más, fruto de los efluvios de Johnnie y la incansable labor de mi amigo Xanax. ¡Qué más da! Todo se cumplirá el día en que emprenda el viaje final. ¡NO! No me pregunten ni cuándo ni dónde, esto es Alto Secreto de Estado. Puede ser hoy o dentro de veinte años. Mi mente es totalmente anárquica, y nunca sé cuándo dará la orden definitiva. Que nadie se preocupe, los habituales seguidores de mis andanzas sabrán de mi devenir, más que nada, porque sin o publico pasados unos meses, significará que he emprendido el viaje sin retorno, probablemente en un país lejano … o no. Sin duda, una de las cualidades que tienen estos países, es que te permiten vivir realidades virtuales y al mismo tiempo reales. “Estoy, pero no es cierto lo que estoy viviendo” es una de las frases que más oigo entre los “newbies” (noveles, recién llegados). Y es cierto, incluso pasados los años, la esencia de esta sensación sigue siendo la misma. ¿Es verdad lo que me está pasando?
¡Santo Dios! ¡Tantos pensamientos en tan poco tiempo!


Lo han adivinado, es Lipton en tailandés

Me distraen la atención un par de putas de mi burdel habitual que apenas reconozco con su indumentaria “de calle”. Me saludan, pero poco más quieren saber de mí. No sé si es por orden de la empresa o simplemente porque están agotadas de tanto mostrar el coño, y quieren descansar y mostrárselo a otro que no lo ha visto en toda la noche (¿su marido?). Tanto da. Para ellas soy casi el hermano mayor, por mi asiduidad en su lugar de trabajo, y no quieren saber nada de incestos.
Tras mis copas habituales, mi comportamiento se convierte en algo autista, debo sentrme en un determinado lugar, tomar un número exacto de copas y cambiar de sitio a una determinada hora. Cosas que tiene uno. Desde mi lugar habitual (mismo bar, misma mesa, misma silla, etc.) me desplazo hacia la “estación terminal”, el soi 13.
Por el camino doy con una joven con carrito de niño y, a cierta distancia, un hombre blanco. No salgo de mi asombro, es Nong Phim, la chica que aceptaba lo que fuera a cambo de unos euros. ¿Qué hace ella con un bebé y un marido? ¿Alguien se ha apiadado de ella y la ha sacado del camino equivocado por el que transcurría su vida? Por su bien, confío en que así haya sido. Cosa que no me impide recordar el chiste (resumido) que nos suele contar mi amigo Leo:

- ¡Te la voy a meter donde nadie te la ha metido!
- … Pues como no sea en el bolso …(dice ella)

Sobran los comentarios y dejo a la imaginación de cada uno, los “numeritos”erotico-festivos que he montado con Nong Phim durante varios años, tanto en hoteles de mala muerte como en mis aposentos, cosa rara ya que no acostumbro a desvelar, y menos mostrar, mi lugar de residencia
La verdad es que me alegro de que haya encontrado cierta estabilidad, y no se dedique a “pelandrusquear” con individuos como yo.


Comer, comer y comer, no se hace otra cosa en Tailandia

Llegado a la estación terminal, donde los clientes también solemos ser individuos en fase terminal, una de las que ponen copas (no la llamo camarera porque no llega a tanto) se apresura en buscarme una silla VIP, que se distingue de los demás asientos por contar con respaldo. Soy VIP, mi ego se hincha por momentos, si bien el hecho de ser VIP en un callejón oscuro rodeado de putas y borrachos, no sé si tomarlo como un halago o como un insulto hacia mí mismo. Me da igual. Lo que quiero es que me traigan mi whisky ya.
Pregunto por Thomas, un amigo sueco con el que solía conversar cada noche. Me dicen que hace días que no aparece por ahí. Probablemente se haya marchado a alguna isla perdida por el golfo de Siam, ya que hacía tiempo que me había comentado su intención.
Otro que ha desaparecido es el vendedor de frutos secos hindú. Un curioso hombre que recorría la calle arriba y abajo con su cesta repleta de diversos frutos secos, algunos de ellos desconocidos para mí. Recuerdo las noches en que el pobre hindú se quedaba dormido en cualquier rincón de la calle, y las putas se le aproximaban sigilosamente para robarle un puñadito de anacardos.


El manisero hindú

Una de las características de Bangkok es la fugacidad de las amistades, y más si hablamos de las que se forjan durante las lujuriosas noches bajo los efluvios del alcohol. La gente viene y va. Desaparece y vuelve a aparecer al cabo de años o no vuelve a saberse nada nunca más.
Al margen de los habituales del soi 13, aparecen espontáneos que, o bien la casualidad los ha llevado hasta allí, o bien la fama del callejón del vicio ha traspasado fronteras, y una visita es obligada por parte de cualquier noctámbulo que se precie.
Esta noche, los “invitados de honor” son unos islandeses. Destacan entre el resto de clientes por su rubia, casi blanca, cabellera. Me siento a su mesa o ellos se sientan en la mía, que no es que sea mía porque hay otros contertulios, lo cierto es que el trasiego de mesas y sillas es continuo, en función de los corrillos que se van formando.
Por lo general, las conversaciones son interesantes. Gentes de los cuatro rincones del mundo se dan cita allí para intercambiar conocimientos sobre sus lugares de origen u otros lugares que han visitado en sus, en algunos casos, ajetreadas vidas.
La noche transcurre con total relajo. Mis conocimientos sobre Islandia se amplían más que con una sesión intensiva de reportajes del “Nacional Geographic”. Sin embargo, rara es la noche en que no se produce algún altercado en la infame calle. Mientras uno no sea protagonista y pueda contemplar el “espectáculo” a una distancia prudencial, el asunto puede llegar a ser hasta irrisorio. Pero hoy, el destino ha querido asignarme el papel de actor secundario, afortunadamente, en cierto modo.
La presencia de un inglés menor de 30 años y en estado ebrio, comporta problemas, tarde o temprano.
Voy a explicar la historia desde el principio. Hace un par de noches tuve la ocasión de conocer a uno de estos individuos, con el que en España habría rechazado cualquier contacto, pero al estar a 11.000 kilómetros de su tierra, pensaba, erróneamente , que podía ser distinto a sus congéneres que pululan por la isla en la que vivo gran parte del año. Craso error el mío. Un inglés “follonero y agresivo” lo es allí donde esté, lo lleva en sus genes.
Volviendo a la noche que nos ocupa, en un pispás, y sin venir a cuento (a mi entender), el británico insulta y amenaza a uno de los islandeses. Empiezan a caer copas y botellas al suelo, los taburetes pierden su verticalidad y sólo se oyen gritos e insultos proferidos por el súbdito británico. Sólo acierto a entender “Fuck you, fuck you”. Todos los que allí estamos despertamos de ese semi-trance en que nso encontramos por la ingstión de alcohol. Estupefacto, no sé cómo reaccionar. Conozco a ambas partes e litigio, y no entiendo en qué radica el problema. Los islandeses, más sabios que nadie, optan por tomar el primer taxi que aparece por la zona y desaparecer acompañados de dos damiselas. Me sabe mal no poder despedirme de los islandeses en las condiciones adecuadas. Interrogo al británico sobre el motivo de la disputa. De sus palabras no saco ninguna explicación coherente, por lo que dejo pasar el asunto, que pasa a ser una más de las anécdotas que constan en el imaginario archivo del soi 13. Pero la cuestión es que el puto inglés ha querido agredir, sin razón aparente a los dos pacíficos islandeses que han huido despavoridos ante semejante exhibición de agresividad injustificada, tan propia de los enfermos “hooligans” británicos. Ya lo digo hace tiempo: no habría que permitir a los británicos menores de 30 años salir se su país, son una fuente de problemas, en Mallorca y allí donde vayan.
Los testigos involuntarios, nos quedamos allí, con aire de seres despendolados, sin saber a qué atenernos. El inglés gritando y nosotros sin saber a qué viene tanto alboroto. Inútil preguntarle al sujeto el motivo de su ira. Cualquier respuesta quedará invalidada por su estado de ánimo, su procedencia y su supuesto alto grado de alcohol en sangre. Intentamos zafarnos de esta persona tan indeseable y sin embargo tan amigable hace un par de noches. Nuestro empeño, basado en la ignorancia sobre la presencia de tal sujeto, da sus frutos. No tarda en abandonar el lugar acompañado de una pobre desgraciada, que doy por hecho no tardará en abandonarlo.

Alrededor de las cinco de la mañana, acuden puntualmente unos monjes de extraño aspecto. Los que conocemos Tailandia distinguimos a la perfección a los monjes budistas de la corriente “Theravada” (la que impera en el país) de otras corrientes distintas como la Zen, Mahayana, Tibetana, etc. Estos monjes, un hombre y una mujer, nos llaman poderosamente la atención, en primer lugar porque no hablan nada de tailandés, y sobre todo porque piden dinero con un pequeño cazo de alpaca dorada, cosa totalmente prohibida en el budismo. La tradición establece que los mojes salgan antes de que salga el sol con unos grandes recipientes que llevan colgado del cuello y la gente ofrece voluntariamente, ya sea comida o dinero, pero en ningún caso el monje lo solicita, ni tampoco lo agradece, por lo menos de forma explícita. La “recompensa” la tendremos nosotros en el esta vida o en la próxima.


El monje "sospechoso"

La actitud de estos “monjes” caídos del cielo, me irrita noche tras noche. Envalentonado por el alcohol, la rabia y el apoyo de lo que me acompañan, interpelo en tailandés con insistencia a uno de estos individuos. “¿De qué religión eres, budista?” le pregunto. Como única respuesta obtengo una amplia sonrisa y un leve movimiento de cabeza afirmativo. Prosigo con mi batería de preguntas: “¿De dónde sois?”, “¿Dónde está vuestro templo, vuestra casa?”. Su mutismo es inalterable. Sólo una palabra les hace reaccionar: “Falungong”, nombre de una prohibida y perseguida en China. “No falungong” dice con una actitud entre indignada y temerosa. Vamos aclarando las cosas. Uno de ellos, incluso me muestra su billete de avión y su pasaporte. Efectivamente son chinos y no quieren que se les relacione con la polémica secta por miedo a las posibles represalias. Otro hecho me llama poderosamente la atención. La monja, vestida de gris a diferencia de su compañero vestido de azafrán, se irrita a causa de mi interrogatorio, se da la vuelta y se marcha mascullando indescifrables palabras. Los auténticos monjes budistas son imperturbables, y en ningún momento expresan su estado de ánimo, como mucho esbozan alguna sonrisa. Igualmente me hace sospechar sobre la autenticidad de los religiosos el hecho de que circulen únicamente por una zona frecuentado por extranjeros que, lógicamente, no distinguen unos monjes de otros, y con todas las buenas intenciones del mundo, entregan el parné a los supuestos estafadores.

Curiosamente, mientras estoy sentado frente a mi vaso de Black Label y medito sobre el hecho de que mi delirio va “in crescendo” a medida que pasa el tiempo, oigo algo que me resulta familiar. Un grupo de jóvenes con greñas y extraño aspecto pasa delante de mí hablando español. Mi ánimo no está para entablar nuevas relaciones y los dejo pasar sin dirigirme a ellos, y además ¿qué les voy a decir? “Hola, soy español como vosotros”. No es una tontería y una primada propia del que no ha salido en su vida de su casa. Sin embargo, me hacen recordar la primera vez que puse los pies en esta tierra. Por aquel entonces, la media de edad de los visitantes, españoles en especial, era mucho más alta. No había prácticamente nadie de 22 años circulando por tierras tailandesas. El abaratamiento de los vuelos y la mundialización han hecho que cualquiera pueda plantarse, sin despeinarse, en cualquier lugar del mundo en menos de 24 horas. Pero me consuelo pensando en que yo tengo casi 20 años más de experiencia que ellos, aunque en el fondo, qué más da.
La noche ha sido intensa. La alarma interna, que me indica que el nivel tolerable de alcohol está a punto de ser alcanzado. Me despido de los contertulios que quedan. Me voy a la boca del soi contiguo, en el que yo vivo. Procuro caminar en línea recta para mantener la dignidad, aunque la verdad es que los que me observan están casi peor que yo. Confío en encontrar una moto (a parte de la que llevo encima) que me lleve hasta mi hogar. ¡Maldita sea! No hay ninguna. En el lugar donde se apostan los motoristas hay una silla de plástico. “Pues me sentaré y esperaré” me digo. Pasan los minutos y aquí no aparece nadie. La situación se agrava por momentos, ya hablo solo, y no por dentro precisamente. “¿Qué coño hago sentado en una cochambrosa silla de resina barata en una calle sin iluminar de Bangkok y además borracho como una cuba?” me pregunto de viva voz, sin vergüenza alguna. He perdido cualquier sentido del ridículo. Bien es cierto que es harto improbable que alguien conocido pase por allí y me reconozca. Mientras sigo enfrascado en mi soliloquio, veo surgir de la oscuridad imperante del soi una solitaria luz. Llegan a mi rescate “Cabrón. ¿Dónde estabas” acierto a decir, en español, obviamente. Con lengua de trapo le indico que me lleve a casa. Me monto en la moto procurando no perder el equilibrio y, sobre todo, no hacérselo perder a él. El aire, todavía relativamente fresco de la mañana, me despeja un tanto. Llegado a destino, me bajo con cuidado para no acabar en el suelo, le pago los 10 bahts que cuesta la carrera, y entro con la cabeza alta en el portal donde se encuentran los guardas, que, conocedores de mis aficiones nocturnas, no se sorprenden en demasía del estado en que me encuentro y que infructuosamente intento disimular. Una vez frente a los ascensores ya me siento a salvo de miradas inquisidoras. El único peligro, para mi dignidad, es encontrarme a algún vecino. ¡Ting! Se abre la puerta y no hay nadie. Bien. Sólo queda el tramo de pasillo que conduce hasta mi apartamento. ¡Ting! Se vuelve a abrir la puerta, y no hay ninguna presencia humana. Ni las mujeres de la limpieza, ni los árabes de los apartamentos del fondo, ni tampoco el occidental que vive con una joven tailandesa y que supongo que cuando se la ligó pensaba que no era puta, pero eso es otra historia. Sólo que la última prueba: acertar con la llave en la cerradura en el tiempo mínimo. ¡Esa sí que sería una buena prueba para el “Grand Prix”, y no lo de la vaquilla! Me imagino a cada pueblo llevando al borracho oficial de la localidad, y Ramón García animándolos a ver quien abre antes una puerta. ¡Delirios de una noche tropical regada con whisky!
Finalmente accedo a mis dependencias y todavía tengo fuerzas para ponerme frente al ordenador y robar la señal wi-fi de algunos generosos y poco precavidos vecinos. Miro el correo y compruebo, una vez más, que nadie me echa de menos, tampoco me extraña mucho.
No sé si subir a darme un baño a la piscina. No, mejor me quedo aquí, que bastante me ha costado llegar. Más vale no aventurarse en expediciones de incierto final.
Como ya es habitual, pongo el aire acondicionado a tope, me tapo hasta el cuello, enciendo la radio para escuchar las noticias, unas noticias que surgen más de mi imaginación que de la realidad. Me explico. En la radio no hablan como en la calle, lógico. Yo entiendo gran parte de las palabras, sin embargo no logro juntarlas de forma adecuada para darles coherencia, por lo que con cuatro vocablos me fabrico yo el noticiario. Al día siguiente compruebo en la prensa escrita en inglés hasta dónde ha ido mi imaginación.
En estado normal, tardo un tiempo en dormirme, pero en los días que el alcohol ha sido el rey, caigo fulminado, por lo que siempre digo que, en vez de dormirme, me anestesio.


Nos vemos en el soi 13

Se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que uno nunca se puede aburrir en el soi 13. Tertulias, nuevas amistades, sexo, alcohol, peleas, personajes muy peculiares, todo tiene cabida en este pequeño rincón de Bangkok.

¿Nos vemos ahí?