17.1.06

Crónica de una noche de invierno tropical

Esta es una noche cualquiera, una noche más de las que acostumbro a pasar en Bangkok. Tumbado en la cama, miro el telediario francés de TV5MONDE. Por lo visto, en Europa ha refrescado bastante, sólo veo paisajes blancos y carreteras cortadas. Nada más que por este motivo, me complace estar a tantos kilómetros.
Como me sucede casi cada noche, mis apetencias son contradictorias. Por una parte me quedaría aquí tumbado hasta el día siguiente, y por otra necesito imperiosamente salir, saborear el Johnnie Walker de 12 años mezclado con un jarabe que en su tiempo fue Sprite, que es lo que me sirven en la mayoría de sitios. Esto del Sprite desnaturalizado es algo que siempre me ha cabreado en Tailandia, pero, como otras muchas cosas, me resigno, de nada o poco sirve quejarse en este país.

Ya decidido, me pongo lo primero que encuentro y salgo a la oscura calle, donde se sitúa mi apartamento, en busca de algún moto-taxi que me lleve hasta la estación de metro más cercana. Hoy me apetece ir a uno de estos restaurantes japoneses en los que pagas por el tiempo que estás comiendo y no por lo que comes. Por cuatro euros, sí sí cuatro euros, dispones de una hora y cuarto para saciar tu apetito cogiendo de la cinta que recorre todo el local tantos alimentos cuantos quieras. También dispone el cliente, frente a sí, de un recipiente con caldo hirviendo para poder hervir lo que considere que debe ser hervido o par hacerse una suculenta sopa. Mi escasa experiencia frente a los fogones hace que cometa una imprudencia que recordaré durante un par de días: pongo la cuchara directamente en la “olla” para probar el caldo y me la llevo a la boca.


La sopa estaba caliente, sin duda

“Mecagonsuputamadre” exclamo ante la estupefacta mirad de mis vecinos de barra. Nadie ha entendido el significante pero sí el significado. Lo prudente y adecuado es llenar una taza que te dan a tal efecto, y luego probarlo. Durante toda la noche luciré unos hermosos labios rojos, ni tan siquiera el bálsamo escocés servirán para rebajar los efectos de esta imprudencia propia de novato.
Desde la calle Silom, donde se encuentra el, ya memorable para mí, restaurante nipón, tomo de nuevo el “Skytrain” para ir al Nana Plaza, generalmente punto de partida de mis correrías nocturnas. Los primeros whiskies caen como las fichas de dominó en esos concursos en los que la gente se queda embelesada viendo cómo caen las fichas formando extrañas figuras, unos concursos que nunca he entendido, se ve que la gente tiene mucho tiempo libre. La hinchazón no baja, tengo la impresión de lucir unos morros como los de Michael Jackson en su más tierna infancia. Nadie me dice nada por lo que supongo que es más una sensación que un hecho visible.


¡QUE NO SALTEN LAS ALARMAS! ¡NO ES UNA NIÑA, ES UNA ENANA!

Me doy salto hasta el “Pretty Lady”, el local donde llevar bragas está prohibido, para las empleadas obviamente. Me llama la atención una amiga mía. Está vestida de calle junto al “ligue” de esa noche. Deduzco que su conquista ya ha pagado por ella y se han quedado a tomar unas copas con sus compañeras de faena. Pero la cabra tira al monte. No puede resistirse, y aún vestida con pantalones vaqueros y una camiseta, se sube al escenario a bailar y tontear con sus amigas. Se quitan la ropa, simulan escenas de lesbianismo, pero ella, por pudor se resiste a ser despojada de sus prendas. ¡Pero a ver! Si cada noche se pasa unas cuantas horas bailando tapándose justo lo que exige la ley, ¿a qué viene ese recato repentino? Por lo visto, el cambio de indumentaria provoca un cambio de mentalidad. Cosas veredes, amigo Sancho.
Mientras saboreo el hielo, con un poco de whisky y Sprite, que eso es lo que sirven, veo entrar un individuo de chocante aspecto. A medida que se acerca distingo mejor sus rasgos. Tiene la cara cosida por todos lados, con los puntos de sutura todavía presentes. No es una persona con la que entablaría conversación, sin duda. Pero más que su aspecto, es su actitud la que resulta desconcertante. Se acerca un camarero y le pide qué desea beber. Se limita a negar con la cabeza. El camarero insiste mostrándole la carta. Su actitud no cambia y su aspecto de “hooligan” afrentado, no hacen presagiar nada bueno. Fija su mirada en las chicas que bailan y se limita a rechazar cualquier oferta. Uno de los empleados, ya nervioso, se dirige a uno de los miembros de seguridad (generalmente policías fuera de servicio) que le india que se calme y que lo deje. Afortunadamente, sobre todo para el individuo en cuestión, el carácter thai es bastante pacífico y paciente. La táctica funciona y el pájaro desaparece tal como apareció. No ha encontrado lo que buscaba, tal vez quería que le terminaran el mapa que habían comenzado la noche anterior.

La una, hora de cierre. Es la hora en que empiezo a sentirme en forma. El cóctel de alcohol, nicotina y medicamentos fluye por mis venas al máximo rendimiento, todavía no he llegado al punto en que la realidad empieza a distorsionarse y las palabras fluyen inconscientemente de forma ininteligible.
Me acomodo en mi silla de siempre en mi bar de siempre, el “Lucy’s bar”. La jefa me dice: “Ayer no viniste”. Aquí pasan lista cada día y saben todo de todos, o casi.


La mayoría van a comer al Lucy's bar, lo mío es beber

Suelo tomarme tres o cuatro whiskies antes de seguir mi largo peregrinar nocturno. Gracias a Dios, en los establecimientos callejeros son algo más generosos con las dosis de alcohol, si bien el problema del Sprite sin gas es el mismo. Procuro estar atento y pedir mi copa cuando veo que abren una botella nueva, con la esperanza de que mi bebida tenga alguna burbujita. Apalancado en mi cómodo asiento de plástico, y mientras le doy vueltas a la copa con los dedos pulgar y corazón, dos turistas se detienen frente a mí y exclaman horrorizados: “¡Hay una rata detrás de ti!”. Con una calma pasmosa, me limito a responder: “Sí, ya lo sé, vive aquí y siempre sale a estas horas”. Desconcertados por mi inesperada reacción, retoman su marcha con cara de estupefacción. Y es que aquí uno se acostumbra a todo.


Mi compañera de bar

Recuerdo la primera vez que vi en Bangkok una rata urbana. Era temporada de lluvias, las inundaciones eran moneda corriente. Para llegar a casa había dos posibilidades: esperar a que las alcantarillas engulleran toda el agua o arremangarse los pantalones por encima de las rodillas y caminar sobre un suelo incierto repleto de agujeros, piedras y diversos obstáculos impredecibles. En una de estas “excursiones” acuáticas, a pocos metros apercibí una cosita que se movía en el agua siguiendo un rumbo concreto. Agudizando la vista, mis ojos pudieron contemplar la cabecita y las patitas delanteras del roedor moverse a toda velocidad en busca de un lugar seguro. Desde entonces, lo sorprendente para mí, es no ver a diario una rata e las calles bangkokianas.
También memorable fue el día en que en un viaje por carretera hasta Pattaya en compañía de unos amigos, pudimos ver, junto a los baños de un bar de carretera, como unos gatos estaban subidos a una pared en espera de que la rata que había en el suelo desapareciera. Sobra comentar las dimensiones del animal en esa ocasión.

El ir y venir de la gente es incesante. Como cada noche, la mafia saca sus niñas a vender rosas. Vendo observando su “modus operandi” desde hace días. Media docena de niñas vendiendo rosas y una adolescente controlándolas mientras pasea calle arriba, calle abajo. Lo que más me sorprende, es que las niñas en cuestión, van equipadas de un teléfono móvil a través del cuál reciben las pertinentes órdenes. Además es de remarcar con qué familiaridad manejan el aparato a pesar de su corta edad, cinco o seis años.


Pedigüeñas "hi-tech"

Cuando voy por la segunda copa, se abalanza sobre mi mesa un joven occidental. Se sienta frente a mí y me espeta en inglés: “¿Por qué llevas toda la noche mirándome?”
“Pues es la primera vez que te veo” llego a responderle antes de que me vuelva a interrumpir con la misma pregunta. Estoy tranquilo, no por efecto del alprazolam, sino porque el chaval no mide más que yo y además estoy en terreno conocido. Con las pocas palabras que ha pronunciado percibo algo familiar. “¿De dónde eres?” interrogo yo a mi vez. “España” responde. Más tranquilo todavía, me siento cómodamente, acerco mi cara a la suya, no demasiado, sonrío ampliamente y le digo en diáfano castellano: “¿Tú me estás vacilando, no?” Para sorpresa mía, prosigue con su mismo discurso, esta vez en español. “Es me estabais mirando y yo empezaba a mosquearme” me dice. De pronto he pasado a ser yo el que lo miraba, a ser el grupo en el que yo estaba, cuando en realidad he estado toda la noche solo en mi mesa. Está claro que no está en sus cabales, probablemente por efecto de la “yaa baa” (pastilla loca), una droga muy consumida entre la juventud thai y que actualmente se fabrica principalmente en Birmania, donde antes se producía la heroína; simplemente las fábricas han diversificado su producción.
Procuro conducir la conversación por otros derroteros, porque si está convencido de que he, o hemos, estado mirándolo toda la noche, no habrá quien le convenza de lo contrario. Le pregunto sobre su origen. “Soy catalán” me dice con su verbo algo frenético mientras sigue escrutando todo lo que se mueve a su alrededor, por si alguien lo mira, supongo yo. Sin ánimo inquisitorial por mi parte, empiezo a hablarle en catalán, tal vez se sienta más cómodo y tranquilo. ¡Menuda ocurrencia la mía! A los pocos segundos detecto en su cara cierta desaprobación o desconcierto. “No, no, no, llevo mucho tiempo por aquí y ya no hablo catalán” responde poniendo cara de Rajoy en un mitin del partido comunista de las tierras vascas, al tiempo que comienza a sentirse acorralado. No creo que llegue a la treintena y nadie se olvida de un idioma de la noche a la mañana. Pero no es cuestión de que le dé un extraño ataque y acabe yo con el servilletero en la boca. “Ah claro, no pasa nada, hablamos en castellano y ya está. ¿Cuánto llevas por aquí?” pregunto con calma. “Dos años, y tengo un hijo con una thai, pero no puedo verlo …” prosigue él haciendo de su historia una auténtica novela bizantina que mi memoria no logra recordar en su integridad. Me pierdo en el relato. Midiendo las palabras escojo preguntas que no puedan incomodarle en demasía, “¿Y como llegaste hasta aquí?”. “Hace unos años me tocó el Cuponazo, le compré una casa mis padres y a mi hermana también le tocó”, la historia se enreda por momentos y toma carices de inverosimilitud. Me limito a asentir con la cabeza, al tiempo que mi temor inicial se va convirtiendo en compasión. Los españoles en Bangkok somos pocos, y aunque no nos conozcamos todos personalmente, siempre tenemos referencias de casi la totalidad. Le pregunto sobre los españoles de Bangkok. Tampoco parece gustarle mi pregunta, no conoce a nadie, ni a los más veteranos. “Pero en la embajada me han ayudado mucho con lo de mi hijo” me dice satisfecho. Le cito los nombres de los que trabajan en la legación diplomática española. Sigue sin conocer a nadie, sólo me dice el nombre de una mujer que yo no conozco. Empiezo a pensar que ha confundido la embajada con algún hospital psiquiátrico. Por lo menos, todas mis palabras han sido de utilidad para bajarle los humos con los que se había presentado en un primer momento. Lo veo perdido y yo ya estoy cansado de escuchar sandeces de un perturbado. Ya he agotado mi cuota de idioma español por hoy. Le doy mi número de móvil y le digo que me llame algún día. Lo más probable es que al día siguiente no recordara ni siquiera nuestro encuentro, cosa que, por otra parte, me alegra.


Los puestecillos que jalonan la calle Sukhumvit. ¿Clientela mayoritaria? Juzguen por los modelitos

Siguiente parada, soi 13. Son las tres de la mañana y el ambiente parece relajado. Me confirman que todavía no ha habido ninguna pelea. La idiosincrasia propia de la mayoría de los que frecuentamos el lugar, hace que en pocos momentos nos juntemos en una mesa un amplio grupo de hombres de origen diverso, en su mayoría escandinavos. El tema más frecuente de debate son las mujeres, cosa nada extraña entre el sexo masculino, menos extraño en Bangkok, y casi obligatorio en el soi 13. Pero hoy el tema adquiere tintes de crónica de sucesos. Descubrimos que todos, en algún momento, y en mayor o menor medida, hemos sido víctimas de robo por parte de alguna puta. Mi caso, previamente relatado, es una pura anécdota si lo comparamos con los que oigo. Uno de los más sangrantes es el de Thomas, un sueco amigo mío, o mejor dicho, un cómplice nocturno mío, que la primera noche que pasó en Tailandia, embriagado por el alcohol y el ambiente de la gran urbe siamesa, se llevó a una furcia a su habitación. A la mañana siguiente, había sido despojado de todas su pertenencias más preciadas, en especial todo dinero en efectivo que tenía para pasar sus vacaciones. Otros cuentan cómo se han quedado sin móvil, sin ordenador, sin cámaras. Alguno ha sido víctima de lo que yo creía hasta entonces, que era una leyenda urbana: los clientes drogados con barbitúricos introducidos en la bebida o, más rocambolesco todavía, aplicados sobre los pezones para que los Edipos caigan en brazos de Morfeo. En ese caso yo no me preocupo demasiado, pues mi cuerpo está considerablemente habituado a numerosos tipos de medicamentos destinados a inducirle sueño.
Todos coincidimos en las que yo doy en llamar: Reglas de Oro para la supervivencia en Tailandia. Básicamente se resumen en no revelar nunca a nadie tus datos reales, inventarte una nueva identidad, con dirección, trabajo, nombre, apellidos, edad, etc falsos, pero procurando que sean los mismos en todas las ocasiones, para evitar futuras confusiones de identidad. También es preceptivo nunca llevarse una damisela conocida en la calle a la residencia de uno mismo, es una invitación al robo. Muchas insisten en no ir a los hoteles destinados a saciar los apetitos lujuriosos de sus clientes, con la excusa de poder dormir más plácidamente en un ambiente más íntimo, aunque lo que se olvidan remarcar es que la que va a dormir plácidamente va ser su potencial víctima.
Es igualmente aconsejable, no ya sólo a la hora de entablar amistad con meretrices, sino por costumbre, repartir el dinero en efectivo por distintos bolsillos, utilizando siempre el bolsillo de la calderilla para pagar las consumiciones. En caso de tener que hacer una “transferencia” de un bolsillo a otro, por lógica, no hay que hacerlo a la vista del público; una visita al baño es la ocasión perfecta para las “operaciones bancarias” entre bolsillos. Y lo digo porque a altas horas de la noche, algunos individuos parecen perdidos en el hiperespacio, y su comportamiento obedece a leyes desconocidas por el ser humano cabal. Invitan a diestro y siniestro mostrando, con cierta arrogancia y falso disimulo, un supuesto poder económico que en muchas ocasiones no se corresponde con la realidad, e incluso suelen hacer gala de una mala educación que, tarde o temprano, acaba teniendo unas consecuencias, por lo general, poco agradables. La pérdida de noción espacio-tiempo-realidad no sólo es aplicable a este tipo de individuos, sino que puede llegar a pasarnos a cualquiera en momentos de euforia incontenible, por lo que siempre debemos recordar las Reglas de Oro del putero impenitente a toda costa y en cualquier circunstancia.
Otra regla a tener en cuenta, es la de intentar recabar información acerca de la persona por la que estamos interesados. En el caso del soi 13, basta con preguntarle a la “Mama”, dueña y señora de los bares callejeros de los alrededores, si conoce a tal o cual chica, si responde afirmativamente, no es probable que haya problemas durante lo que queda de velada.

Ya despunta el sol entre los edificios. Me despido de Thomas, que queda en buena compañía, y me dirijo hacia la parada de moto-taxis. Apenas hay 30 metros entre un punto y otro, pues justo en esos escasos metros me topo con Eeng, que como un pajarillo caído del nido deambula por allí. No sé si realmente espera un autobús y si busca dar compañía remunerada. Realmente, esas menudencias poco me interesan a esas horas. Intercambiamos unas palabras y firmamos el contrato verbal. Es sorprendente, cuando menos te lo esperas, salta la liebre, bueno, en este caso el conejo.
Mientras subimos al taxi que nos va a llevar al hotel Playboy, el nombre lo dice todo, oigo a lo lejos una voz que me llama. Me doy la vuelta, es Thomas, a quien hacía escasos minutos le había dicho que me iba a dormir porque estaba cansado. Es curioso ver cómo en pocos segundos cambian los derroteros por lo que te lleva la vida.

Llegamos al hotel, aplicando las Leyes de Oro, espero a que vaya al baño para pagar la habitación y guardar el dinero. Lo que sucede luego es un “aquí te pillo, aquí te mato”, ninguna proeza, ninguna muestra de hombría, ni nada del estilo, sólo faltaría que además de pagar, hubiera que lucirse. Considerando que son las siete de la mañana y que por mis venas circula de todo menos sangre, lo he conseguido hacer, merece un reconocimiento, reconocimiento que me doy yo a mí mismo porque nadie más me lo va a dar. En fin, despedida y cierre. Cada uno nos vamos por nuestro lado y si te he visto, a ver si me acuerdo de tu cara.


¿Incitan a comprar o a "consumirlas"?

No sé si la noche ha sido buena o podría haber sido mejor, lo único de lo que estoy seguro es de que ha sido una Nochebuena atípica.

2.1.06

Tú me timas, yo te timo

Todas las aguas vuelven a su cauce. Tras una semana en Tailandia he retomado la “normalidad”. Me he alcoholizado en grado extremo, no me acuesto antes de las ocho y me levanto a las cinco de la tarde, más que nada por el agotamiento que supone estar en posición horizontal tantas horas. Otro síntoma significativo es la práctica ausencia de resaca, síntoma claro de alcoholización máxima.
Hoy he estado echando cuentas, así por encima, de lo que gasto habitualmente, con el escalofriante resultado de que la partida destinada al whisky, representa la mitad de mi presupuesto; asombroso, sin duda, aunque no sorprendente teniendo en cuenta que bebo a lo largo de ocho horas y duermo o dormito unas doce. Mi dispendio en alimentos se reduce a una veintésima parte del gasto en sustancias espirituosas. No tengo hijos reconocidos, ni nadie a quien mantener, por lo que mis remordimientos de conciencia son nulos. Sólo me cabe darle las gracias a la genética por haberme dado un hígado tan prodigioso.

Esta tarde me he levantado con ganas de cachondeo. Desde hace años soy testigo del llamado “timo del tuk-tuk”. Su funcionamiento es el siguiente. Un turista que pasea tranquilamente por la calle es abordado por el conductor de un tuk-tuk (estruendosos triciclos motorizados muy típicos en estas latitudes) que entre sonrisas, amabilidad y mucha palabrería, le ofrece al incauto una vuelta por la ciudad por una cantidad irrisoria, 10 o 20 bahts, algo ridículo teniendo en cuenta que para cualquier desplazamiento, por corto que sea te piden 40. El visitante ve en ello una auténtica ganga y acepta hacer este magnífico tour por tan módica cantidad.
Busco en mi armario la indumentaria necesaria para dar el pego. Pantalón corto, chancletas, camiseta con algún motivo extranjero y una pequeña mochila. Mi desfachatez va a más allá, llevo conmigo, bajo el brazo, una cámara de vídeo que registrará continuamente todo el proceso.


Herr Peter de turista

Ya sé, de antemano, dónde se ubican estos truhanes, y hacia allí me encamino yo, con aire de turista, caminando despacio, mirando a diestro y siniestro y parándome a mirar las cosas más nimias, todo ello con cámara en mano. No tardan ni un minuto en aproximarse, primero uno y después un segundo que estaba intentado llevar a cabo la misma estafa con una pareja de mochileros. Toda la conversión se desarrolla, obviamente en inglés, aunque les digo que soy francés. Me dedican un par de palabras en el idioma galo para demostrar su amplia cultura y pasan a exponerme el estupendo plan que tienen preparado para mí: una hora visitando los mejores monumentos y templos de la ciudad por sólo 20 bahts. Me hago el remolón mientras les hago repetir la oferta para que quede claro en la cinta que estoy grabando. Acepto. Uno de ellos, el más vivo, me invita a que le acompañe hasta su vehículo que está aparcado en un callejón.
Empieza la visita. Primera propuesta: un salón de masajes donde podré disfrutar de los servicios de una amplia variedad de señoritas por 2500 bahts, unos quinientos más de lo que me costaría yendo por mi cuenta. Como hoy soy un turista ingenuo, le digo que estoy dispuesto a ir a verlas pero que si no me gustan, me marcho. Mi única intención es entrar en uno de estos lupanares con mi cámara de vídeo, cosa prohibida pero que un turista no sabe. Apenas tardamos cinco minutos. Entramos juntos. Alguna de las chicas se sobresalta al ver la cámara. La llevo en la mano como si de un libro se tratase, y hago como si la cosa no fuera conmigo. Miro por todos lados, como si nunca hubiera entrado en un local de este tipo. Se me acerca el maromo de turno. Cierto sudor frío empapa mi cuerpo. ¿Me hablará de la cámara o de las chicas? Mi aspecto simplón le hace pensar que no estoy filmando y se centra en lo que le interesa: que me lleve alguna damisela de las que están sentadas en las gradas. Hago las típicas preguntas de un novato: ¿Cuánto cuestan estas? ¿Y aquellas? ¿Cuánto tiempo puedo estar? ¿Qué me ofrecen?, etc. Cuando acabo el repertorio de interrogaciones, tomo las de Villadiego, poniendo como excusa que es muy pronto y tengo una excursión por delante. Es un lugar oscuro, un lugar que probablemente en los 70 estuvo de moda, pero que ahora, con la misma decoración que antaño, da más miedo que otra cosa. Y pavor es lo que empiezo a tener yo. “¿Quién me manda a mí meterme en estos líos?” voy murmurando mientras busco la salida. ¿Y si salen dos ninjas y me dan una paliza por no haberme ido con una chica? No, la verdad es que últimamente voy mucho al cine y mi imaginación se dispara por momentos, aunque lo que es bien cierto es que allí el ambiente infunde de todo, menos tranquilidad.
De entre la oscuridad aparece, como una figura fantasmagórica, el conductor de tuk-tuk.


El timador

“¿Qué? ¿Qué tal?” me pregunta. “Así así. Lo que quiero es ir a ver templos” le suelto directamente, recordándole la conversación que habíamos tenido en nuestro primer encuentro. “Ah, sí, claro. Bueno, es que a estas horas ya cierran todos” me dice con la cabeza gacha, aunque añade: “vamos a ir a uno que hay aquí cerca”. Sé muy bien del lugar del que me habla, ya que durante unos años residí justo al lado y lo primero que veía cuando me asomaba a la ventana era el mencionado templo, que destacaba por su colorido entre las oscuras viviendas de sus alrededores.
Siguiendo en mi papel de turista advenedizo le expreso mi satisfacción por haberme traído hasta aquí. El templo en cuestión es diminuto, no destaca por nada en especial. De todas formas entro para hacer un par de fotografías y demostrar que la cámara de vídeo la llevo en la mano para algo más que dejar constancia de sus fechorías. Uno de los monjes allí presentes me indica desde el interior la forma de acceso. Lo primero con lo que me topo es un monje en la posición del loto frente a una gran estatua de Buda, pero entre el bonzo y la figura hay algo. Un Pentium IV con pantalla de 17 pulgadas es lo que absorbe la concentración que debería ser para la oración. Y no se puede decir que lo que aparece en el monitor tenga relación alguna con las enseñanzas del Maestro, o sí, vaya usted a saber. La cuestión es que un, supongo, apasionante juego mantiene absorto al religioso, una imagen que quitaría la Fe a muchos.


El monje ludópata

El resto de monjes está en labores más provechosas, están colocando unas guirnaldas en una pared. Son tres y no se aclaran en como llevar a cabo tan espiritual labor. Pues así es, los hombres de túnica azafrán son seres humanos como todos y su realidad es más cercana a la del mundo nuestro de cada día que a la imagen que vemos en películas y documentales. Tras tan espiritual encuentro y visto lo visto, salgo para saber qué me depara el avieso conductor. “Bonito ¿eh?, ahora vamos al Gemological Center of Thailand” (u otro nombre así de pomposo), es decir me va a llevar a una joyería. En dos minutos ya me encuentro frente a una serie de comercios. Entro en el que él me indica. Nadie viene a recibirme, es raro. Esto, más que una joyería parece un “Todo a 100”, con chinos incluidos. Circulan por el local niños, alguna mujer, y no sé si algún perro Al rato aparece un señor. “¿Algo para su esposa?” me dice. “No tengo” respondo sonriendo. “Pues para su novia” insiste. “Tampoco tengo” insisto y añado, “Si quiero algo, es para mí, pero no veo nada para hombres” espeto sin remilgos. “Sí, aquí, mire en esta vitrina” replica el desesperado vendedor. “Pueeees, ¿esto es todo? No me gusta nada” espeto sin remilgos mientras me dirijo a la salida. Tengo la impresión de que me he librado de mi maldito guía, no lo veo por ninguna parte. Un tanto aliviado, voy en dirección ala calle principal pero, maldita mi suerte, aparece, como de la nada, el hombre del bigote. “Mister, Mister, entre en esta sastrería, tienen precios muy buenos y una calidad excelente”. Venga, ahora vamos a reírnos con los hindúes que son los que regentan o atienden el 99% de las sastrerías de Tailandia. “Buenas tardes, pase, pase. ¿Qué es lo que desea?” me dice uno de ellos. “¿Yo? Nada. A mi me ha dicho ese señor que entre aquí, y yo he entrado”. Se produce un momento de tenso silencio. Yo les miro, ellos me miran. Uno sostiene en la mano un metro de madera de los empleados para medir las telas. Confío en esos instantes en que no le dé por medir mi perímetro craneal. Por fortuna, esta gente está hecha para los negocios y saben salirse siempre bien de todas las situaciones. “Pues será que ese señor que le ha traído quiere que Usted parezca un gentleman” dice sonriendo. “Pues va a ser eso” le respondo mientras pienso: “¿Me está llamando pordiosero?”. Empiezan a mostrarme telas y más telas, a decirme precios, a proponerme ofertas. Les pido algún catálogo para inspirarme. Allí están Hugo Boss, Armani, y todos los mejores diseñadores, por cuatro perras puedo llevarme puesto lo último de la colección de cualquiera de los mejores diseñadores del mundo. Un traje, no te lo puedes bajar de internet, pero por menos de 100 euros tienes una réplica exacta, y a ver quién es el guapo que te acusa de pirateo. Con un “vale, ya me lo pensaré”, me despido de los hombres del turbante.
“Pues ahora vamos a ir a un sitio donde puedes coger una chica para todo un día por muy poco dinero” son las primeras palabras de recibimiento que oigo tras tan estresante visita “comercial”. “Es que yo no sé qué hace un día entero con una chica” le digo yo en un intento por cambiar sus ideas, aunque por otro lado pienso: “¿Y si ahora me lleva a un prostíbulo gay? Pero él, erre que erre, de cabeza al prostíbulo. Por el camino me voy ubicando y ya sé por donde escapar en caso de imperiosa necesidad. El proceso es similar al de la visita al primer lupanar, si bien, en este caso, la cara del hombre que me recibe es la de alguien que tiene muy pocos amigos. Cubierta de cicatrices, de aspecto pétreo y carente de expresión su faz infunde cierto canguelo. Y yo con mi Sony grabando tontamente lo que él guarda con tanto celo.


Las meretrices con su capa de Titanlux

Hay mucha gente por allí y una huida súbita es prácticamente imposible. Escondo un poco la cámara y escucho sus palabras, haciéndole alguna pregunta como si me interesara el asunto. Dadas todas las explicaciones llega el fatídico instante del silencio. Ya se ha dicho todo. Lo único que falta es una respuesta por mi parte. Mordiéndome el labio inferior, moviendo la cabeza y poniendo cara de indeciso voy haciendo pasar el tiempo hasta encontrar una respuesta que me permita salir airoso de tan tenso, en todo caso para mí, trance. “Esto está muy bien, eh. Y muy buen precio, eh, de verdad. Me gusta. Sí, sí. Y muy guapas las chicas. Pero es que es tan pronto que a ver qué me hago yo con la chica. Mejor que me vaya a cambiar al hotel, y bien arreglado, vuelvo”, ya no sé qué más decir, pero no hace falta porque antes de terminar, el hombre de hielo se levanta para marcharse. Empapado en sudor, me voy por donde he venido, con la firme decisión de poner fin a mi experimento-denuncia. Ahora se presenta otra de las situaciones que me intrigado desde que decidí emprender esta pequeña aventura. El conductor esperaba sacar algo de mí, y hasta el momento sólo ha perdido tiempo y consumido combustible. Según el trato, por 20 bahts (40 céntimos) me iba pasear durante una hora. Sin duda me ha paseado, pero ¿aceptará sin más, los 20 bahts pactados o se las ingeniará para sacarme más?
Me acerco hasta el tuk-tuk y le expongo mi determinación con cara de extenuación. Le doy la cantidad acordada y la acepta de buen grado, incluso se ofrece para acercarme a donde quiera. Obviamente su perfidia es un pozo sin fin y ya me pregunta que a qué hora quiero que me recoja del hotel. Una de las reglas de oro para la supervivencia en Tailandia es no decir nunca la verdad respecto a lugar de residencia, nombre, nacionalidad, ni demás datos relevantes a nadie, ni conductores, ni vendedores y mucho menos a putas. “¿En qué hotel vive?” pregunta inocentemente. Recuerdo haberle mencionado que residía en el soi 11, ahora me toca agudizar la memoria y recordar qué hoteles hay en esa calle. “En el Miami hotel” respondo, en alguna otra ocasión este establecimiento me ha sacado de algún apuro. “Muy bien, pues mañana a las 10 en la puerta” dice el hombre. Para darle más credibilidad al engaño le digo que mejor a las 11, que las 10 es muy pronto. Me deposita junto a las escaleras del metro y me despido esperando no verlo durante una larga temporada, aunque va a ser algo difícil dado que se mueve cerca de mi lugar real de residencia. De todas formas tengo preparado un sencillo plan por si se diera la desafortunada circunstancia: hablar en tailandés.


Herr Peter vestido de "farang" residente

Por otra parte, no suelo ir vestido de turista por Bangkok, más bien llevo indumentaria de “farang” residente (pantalón de vestir, camisa con o sin corbata) así que sí me lo encuentro bastará con decir en tailandés: “¿Qué dice? Creo que se equivoca. Llevo 17 años viviendo en Tailandia y a usted no le conozco”.