No sé cómo lo hago, pero siempre lo consigo. En cada viaje, especialmente en los que tienen como destino el lejano oriente, me propongo no alcanzar nunca al exceso de equipaje, pero en cada intento fracaso estrepitosamente, y por ende, mi mente empieza a dar vueltas al momento en que deberé enfrentarme a ese individuo que se sienta donde hace ya unos años me sentaba yo: el mostrador de facturación. Llego casi a tener casi pesadillas la noche anterior. Saco todas las tarjetas que tengo, me imagino todo tipo de frases que suenen bien y que sirvan para aplacar las ansias recaudatorias de las compañías, si bien sé por experiencia de que poco sirven. Creo, por momentos, que el destino quiere vengarse de mí, por aquellos pobres pasajeros a los que hice pagar por el exceso de equipaje, aunque bien visto, algunos eran unos cabrones y se lo merecían.
La cuestión es que hoy me encuentro de nuevo en la misma tesitura. ¿Cómo lo consigo? ¡Lo mío tiene delito! ¡Si en mi casa de Bangkok tengo de todo, desde trajes hasta cortauñas, pasando por gayumbos y cargadores de móviles! ¿Por qué diantres pesa mi equipaje 40 kilos? La verdad es que me he vuelto un experto, había acertado mi previsión con un margen de error de +- 1. Vamos a ver. Dos trozos de jamón de un kilo para fulanito, un queso para mí y otro para mi cuñado, salchichón y chorizo para menganito, unos apliques que quiero cambiar en mi apartamento, masa para hacer pizzas a los amigos thais que nunca han probado una pizza en condiciones, delicatesen varias para mi pareja del momento, van saliendo sí, van saliendo los 40 kilos. La única ropa que llevo son unos calzoncillos, una camiseta y un chaleco, y realmente no sé por qué los llevo. Mis maletas parecen más las de un representante de comercio español en busca de nuevos mercados en el sudeste asiático.
Otro hecho curioso, que ya he comentado en alguna ocasión, que sucede en mis viajes, es el de la confusión de papeles. Generalmente viajo vestido de traje oscuro, que casualmente resulta ser el uniforme que empleaba durante mi época en aviación, pero que bien podría ser el de un dependiente de la planta de caballeros del Corte Inglés, pero obviamente, el estar rodeado de aviones hace que el perceptor de la imagen la interprete a su modo. Por ejemplo, el día mismo del vuelo, tenía asignado un asiento de ventanilla. Tras guardar mi equipaje en el compartimento oportuno, me dispongo a ubicarme en mi lugar correspondiente. Sin mencionar palabra les indico a los dos pasajeros que se encontraban en los asientos contiguos al mío mi intención de tomar asiento. Me miran y ni se inmutan. “Oiga, que me tengo que sentar ahí” les digo. “Ay, perdón, pensábamos que era el azafato” (palabra que pensaba que estaba ya en desuso). Casos como este me suceden a menudo. El más “triste” fue cuando en Carrefour me pidieron información sobre una nevera. Aunque los casos más repetitivos se producen en instalaciones aeroportuarias, donde me convierto en punto de información para todos los despistados, tanto en Las Vegas como en Tokio.
La comodidad no es óbice para que un viaje se haga interminable. Madrid – Bangkok son casi 12 horas de vuelo, y a pesar de que un 747 tiene bastante espacio, no hay ser humano que aguante tantas horas despierto. No es el caso de imitar a Michael Jackson y anestesiarme durante todo el trayecto, pero una pequeña ayuda nunca viene mal. Busco en mi botiquín del señorito Pepis una buena combinación de pastillas (el 90% de venta libre en farmacia) que indiquen sobre todo “que no deben mezclarse entre sí dado que pueden potenciar su efecto”. Ahí voy, a potenciar su efecto, si no ¿para qué las voy a tomar? El cocktail lo traigo preparado de casa, tampoco es cuestión de montar un laboratorio a 10.000 metros de altura. A pesar de lo cual, mi compañero de viaje no sale de su asombro al ver la cantidad de pastillas que ingiero. Obviamente no dice nada, pero supongo que deduce que soy una especie de yonki. Doxepina, difenidramina, valeriana en cantidad, diazepam, hydroxizina, melatonina y siga usted contando. Pero en menos de una hora estoy en coma profundo. También incluye unos tapones de caucho y un antifaz para aislarme del mundo.
Con cierto aturdimiento, no iba a ser para menos, me despierto pasadas unas siete horas, me encuentro con un emparedado (siempre me gustó esta palabra tan castellana) que una amable auxiliar de vuelo (aka azafata) me ha dejado delante. “¿Cuánto falta”? le pregunto a mi compañero de travesía, “un par de horas” me responde somnoliento. “Pues a mí se me han pasado volando” le digo con cierta sorna.
Ya huele a croisán recién hecho, más bien recalentado, pero sabroso al fin y al cabo. Tras la ingesta de esta mezcla de desayuno y resopón, tiempo para una breve digestión mientras el comandante inicia las maniobras de aproximación.
Tomamos tierra cuando todavía es de noche. Una vez estacionado el aparato, el pasaje se apresura en recuperar su equipaje de mano, mientras yo me debato con el mismo dilema de siempre: “¿Qué me llevo de recuerdo, una manta o un cojín?”. Me decanto por la segunda opción, tengo ya tantas mantas que se me podría denominar como el “Top manta” de la compañía.
Parece ser que han llegado varios aviones simultáneamente a Bangkok, dada la cantidad ingente de pasajeros que circulan por la terminal. Ya me imagino haciendo cola una hora en inmigración. Pero va a ser que no. Conozco el aeropuerto, y en determinadas circunstancias, cara no me falta. Al tiempo que todos los recién llegados siguen las indicaciones de los agentes ahí apostados, me dirijo a la zona de entrada VIP, donde no hay nadie haciendo cola para sellar el pasaporte. Una amable señorita me pregunta de qué avión vengo. Le indico el vuelo pero le señalo que no estoy de servicio. “En este caso vaya donde está mi compañera” me dice amablemente. En menos de un minuto ya estoy esperando mis maletas.
En la aduana ni me miran la cara, aunque lo cierto es que el único “contrabando” que llevo son jamones, chorizos, quesos y demás “delicatesen” españolas.
Subo hasta la planta de salidas, otra vez para evitar colas en llegadas, y tomo el primer taxi que me está esperando justo en la puerta. Dado que es domingo, el tráfico es escaso. En menos de media hora ya estoy en casa. Hago lo esencial: enchufar la nevera, guardar los alimentos más sensibles al calor tropical, sacar las sábanas, darme una ducha y echarme a dormir otro rato porque tengo la impresión de que por mi sangre todavía circulan bastantes sustancias inductoras del sueño. Eso sí, antes me como el emparedado que amablemente me ha ofrecido la Thai Airways International, tras un desembolso de 1003 euros por el billete. La noche promete ser animada y hay que estar frescos. Tengo una corazonada.