19.5.12

Historia de dos estafadores estafados

    A mediados de los setenta llegué a España. Era un niño al que los periódicos le resultaban cosas ajenas que no tenía más utilidad que la de hacer “papier maché”. El 20 de noviembre de 1975, en uno de los quioscos que había en la Puerta de Alcalá me di cuenta de la importancia de aquellas hojas en blanco y negro que la gente se arrancaba de las manos. Sin embargo, mi interés por la prensa nació el día en que descubrí la sección de sucesos. Por aquellos años, en mi casa se leía el diario YA, muy católico éste. Cuando volvía del Liceo a mediodía (y no volvía por las tardes porque los italianos no hacían esas cosas de ir a clase mientras haces la digestión), me apresuraba a abrir el periódico única y exclusivamente por la página de sucesos, bueno … y alguna vez por la página de información gráfica, por si había alguna foto que me llamara la atención, sobre todo si era de cogidas de toreros, algo que a un niño procedente de Europa le resultaba a todas luces llamativo y exótico.   Con lo años, mi interés por el mundo de los sucedidos, se fue acotando a los delitos menos escabrosos. La fragilidad de la mente humana despertó mi interés, aunque por aquel entonces nada sabía de fragilidades mentales, pero sí de lo tontas que podían llegar ser las personas. Las sectas empezaban a florecer por toda la geografía española, intentando desbancar a la que había sido la secta por excelencia: El Opus Dei. Y el mundo de los timos, íntimamente relacionado con las sectas, fue lo que siempre me cautivó. La estulticia del hombre puede llegar a límites insospechados, y con los timos se da fé de ello.     Una atalaya privilegiada para observar el mundo de los timados y timadores, es una comisaría. Hace unos años, cuando entré por primera vez en unas dependencias policiales tailandesas, me hicieron el “tour” para conocer bien el lugar donde iba a pasar horas en el futuro. En una especie de trastero, junto a los vestuarios, mi acompañante me dice: “Mira, un millón de dólares”. Sin saber muy bien qué decir, me limito a responder con un lacónico “ya, ya”, como si fuera lo más normal del mundo tener tirados en un cuartucho paquetes y paquetes con miles de dólares. Ante mi cara de “¿de que coño me está hablando este hombre?”, me invita a coger uno de los fajos. Obviamente, no se trata de dinero auténtico sino de simples cartulinas. “Se lo han currado los tipo”, pienso para mis adentros. La verdad es que recortar centenares de cartones de color negro debe de ser agotador, no lo hace cualquiera...     Una tarde de diciembre me encontraba enfrascado en mis tareas habituales, es decir, pasearme por foros de todo tipo, leer la prensa española, echar un vistazo a la web de mi pueblo, etc. e incluso me atrevería a decir que trabajar por momentos. Al ir a estirar las piernas me crucé con dos negros, pero negros negros, negros como el carbón, que tenían la impresión de estar negros también interiormente, y vislumbraban también un horizonte negro. Los agentes se los llevaban al cuarto que no tiene ventanas, un espacio que tanto sirve para hacer interrogatorios como para cenar, en España se llamaría un área multidisciplinar, aquí es el sitio donde te enseñan disciplina.   Dado que mi asistencia no era solicitada, me quedé en la escaleras de la comisaría fumando un cigarrillo. Mientras satisfacía a mis glóbulos rojos aportándoles la nicotina que requieren a diario, salió un oficial de paisano (esto lo supe poco después) y mientras se dirigía a un vehículo estacionado frente al edificio, me pidió ayuda. Sin saber de qué trataba el asunto, lo acompañé. Llegados a la "pick-up" (coche con la parte trasera descubierta destinada al transporte de objetos, y gente en algunos países) entendí que el asunto trataba sobre mi capacidad para ser mozo de carga; un par de bultos enormes situados en la parte trasera del vehículo, esperaban ser descargados. Los esfuerzos mentales, no me importan hasta cierto punto, los esfuerzos físicos no forman parte de mi idea de lo que es la vida.   Afortunadamente, nos acompañaba un joven de aspecto árabe pero que parecía formar parte de aquel extraño grupo que había aterrizado esa tarde noche en nuestras dependencias. Me hice un poco bastante el loco y pasé de largo para a continuación ponerme a dirigir el tráfico sin que hubiera necesidad alguna. Una vez descargadas las maletas, me acerqué para echar un vistazo con las palmas de las manos apoyadas en las lumbares mientras les decía: "¿OK? ¿OK?" Supongo que ellos pensaban: "OK tu puta madre". Pero yo ya me había escaqueado una vez más, nadie supera a un español en escaqueo, ya me ocupo yo de mantener el liderazgo del país.   Cargados como dos mulas, los hombres se dirigen al interior de la jefatura. Por el camino, el equipaje intervenido desprende un polvillo blanco. Al desconocer las particularidades del caso, deduzco erróneamente que se trata de heroína o cocaína, aunque me llama la atención que se permitan ir dejando tras de sí un reguero del preciado polvo blanco.   Kit del timador   En el interior de la comisaría, junto a la puerta de los calabozos y a pocos metros de los temblorosos pícaros de poca monta, depositan el equipaje. Mediante señas, uno de los oficiales indica a los sujetos que se sitúen uno junto al otro para efectuar las fotografías de rigor. En la mesa junto a la entrada a los calabozos, el oficial deposita el contenido de la cartera de uno de lo detenidos. Uno de ellos tiene entre sus manos un papelito con un número de teléfono. "Es el teléfono del traductor, es el teléfono del traductor, él dijo que no nos pasaría nada si le dábamos 2000 dólares" no paran de decir sin que nadie les haga ni caso, menos yo que tengo curiosidad por saber quién es el menos malo de la película, porque en Tailandia raramente hay un bueno de la película. "Cuéntame qué te pasó" le digo al chaval después de la sesión fotográfica. "Pues que el traductor entró en la habitación del hotel en Pattaya, no enseñó una placa y nos tuvo secuestrado dos días" me dice atropelladamente.   A cada momento, intentan acercarse hasta mí para explicarme su versión particular del malogrado suceso que les ha traído hasta aquí. Entre tanto “cara-chino” les parece que el único que les puede sacar del entuerto es un blanco, curioso sin duda. Sólo acierto a entender que culpan al traductor egipcio de haberse quedado con su dinero. Nadie me cuenta nada, sólo logro juntar varios fragmentos de un mismo relato sin llegar a formar una historia congruente, algo habitual en estos ambientes de estafa y engaño en los que no te puedes fiar ni de tus propias sospechas.   Entre tanto, en otras dependencias de la comisaría, veo cómo el egipcio habla con una pareja de thais, parece ser que son los que iban a ser estafados. Se les ve seguros y confiados, como cualquier thai que se encuentra en una comisaría a sabiendas de que le van a dar la razón en detrimento del extranjero, tenga éste razón o no.   Me intriga el hecho de que un intérprete se pasee por Pattaya con una placa de policía deteniendo y reteniendo a la gente. Le expreso al oficial superior venido de la región costera mi estupefacción ante esta circunstancia. Me escucha y me da la razón como a los tontos. No sé si no me entiende o le da totalmente igual lo que le estoy explicando, me inclino por lo segundo, pero ya que me han invitado a la fiesta, pues me quedo. No puedo dejar de observar a los dos africanos, sus temblores van en aumento, y no es por la temperatura que supera los 20 grados, sino por el canguelo de encontrarse entre rejas en un país en el que las garantías de mantener la integridad física tras los barrotes son netamente muy inferiores a las que podrían encontrar en un país occidental.   Me vuelvo a acercar a ellos para ver si consiguen aclararme algo de esta historia que de no ser real, podría considerarse un auténtico vodevil. “Pues el egipcio nos retuvo en el hotel y luego, de camino a Bangkok nos dijo que si le entregábamos los 2000 dólares que llevábamos, no nos pasaría nada. Pero ahora nos encontramos aquí esposados”, me contaba el mayor de los detenidos, un libio de 22 años que temía correr la misma suerte que su ex-presidente. “Sé que hemos actuado mal, pero no sabemos qué nos va a pasar”, proseguía. La verdad es que casi daban pena, a no ser porque en el fondo sabía que eran unos aprovechados que vivían a base del sufrimiento ajeno. Poco o nada me importaba su suerte, sin embargo, la curiosidad me llevaba a seguir junto a ellos con la esperanza de llegar a conocer el funcionamiento de la mente de estos delincuentes.     Tras algunas averiguaciones e informaciones posteriores, concluyo que la avaricia y el exceso de confianza en sí mismos les llevó al punto en el que se encontraban ahora. Por lo visto, la estafa se había urdido con bastante antelación. Hacía un tiempo que ya habían contactado con un acaudalado, tan acaudalado como bobo, empresario tailandés al que le habían hecho el número de la conversión de los papeles negros en dólares en un hotel de Bangkok. En vista de la estupefacción del hombre y de su predisposición a ser timado, quisieron estirar más el chicle, y convocaron una nueva cita en la que le pedían nuevamente una importante suma de dinero. Con lo que no contaban el angoleño y el libio era que en el nuevo encuentro, quien les iba a estar esperando era el palomo pero acompañado de la policía. No cayeron en la cuenta de que a un estafado no le puedes dar tiempo a que reflexione, y eso es lo que le sucedió al timado, tuvo un momento de lucidez y se percató de que nadie da duros a cuatro pesetas (sí, soy algo mayor), y si son unos muertos de hambre, menos.   Aburrido por ser el convidado de piedra, y hastiado de la conversación con los negros de futuro incierto, regresé a mi mesa con mis quehaceres habituales (prensa, estudio de thai, Facebook, etc.) que me resultaban ya más entretenidos.     Llegada la hora, recogí todos mis bártulos y me dispuse a regresar a mi dulce hogar, alejado del ajetreo propio de una comisaría. Al dirigirme hacía la salida oigo una susurrante voz que me llama desde atrás. Detrás de los barrotes de la entrada principal a los calabozos estaban los dos chavales esposados. Algo harto de su historia, y a sabiendas de que yo no pintaba nada en todo este asunto, me acerqué desganado a escuchar qué me querían contar esta vez.   “¿Pero, y ahora qué nos va a pasar? Nos han dicho que nos van a matar, que no saldremos vivos del país.” me dijo uno, sumido en una desesperación de lo más profunda y que percibía netamente en su mirada. Obviamente, en un país occidental no le habría dado demasiada importancia a estas palabras, pero al tratarse de Tailandia cualquier posibilidad estaba sobre el tapete. En un arranque de caridad cristiana, poco habitual en mí, tuve que echar mano de lo que se llama “una mentira piadosa”. Sin olvidar la cara de satisfacción que debieron de tener el primer día que estafaron a un ciudadano honrado, les dije: “No, no os preocupéis. Seguramente lo dicen para asustaros, aquí no pasan estas cosas. Pero si seguís por este camino, no acabaréis nunca bien”. Me había salido el sacerdote ateo que llevo dentro. Al día siguiente, leí la noticia en la prensa nacional. Fue lo último que supe sobre estas dos criaturas de Dios. Amén.