11.2.11

Pasaporte al calabozo

“Amazing Thailand” (Asombrosa Tailandia), “The land of smiles” (el país de las sonrisas), “Once in a lifetime” (una vez en la vida). Los esfuerzos de las autoridades tailandesas por recuperar el turismo perdido durante estos años de incerteza política, son denodados. Sin embargo, los responsables turísticos no cuentan con todos los aliados que deberían.

El relato que viene a continuación es sólo un aviso a los que quieran visitar este maravilloso y acogedor país, y debe de ser entendido como un simple consejo. No caben, por ende, las dobles interpretaciones. Dicho queda.



El pasado jueves día tres de febrero, nos reunimos un nutrido grupo de amigos del foro de la página web Destinotailandia.com en un conocido restaurante de Bangkok. Fue, sin duda, una velada memorable, para unos más que para otros y tal vez por motivos distintos.


Alrededor de la medianoche, tras barajarse diversas opciones, optamos por trasladarnos a la zona de Lardprao, un barrio predominantemente thai en el que se ven pocos occidentales. Mi amigo Juan opinaba que era una buena idea mostrarles a los recién llegados un bar típico thai (mucho ruido, poca luz y alcohol a raudales), cosa que todos secundamos. Organizamos la caravana en varios vehículos. Dos grupos salimos en taxi hacia Ladprao por un camino distinto al de los demás. Vamos charlando sobre nuestras vivencias en este apasionante país, hasta que apercibo en la lejanía unas luces de colores que me resultan más que familiares. En medio de no sé qué calle hay instalado un despliegue policial que nos obliga a pasar por el embudo. No las tengo todas conmigo. El hecho de ser occidental puede ser tan negativo como positivo frente a un agente de policía thai, todo depende de las ganas de charla que tenga el hombre.


Esbozo media sonrisa mientras el agente me deslumbra inquisitorialmente con su linterna. Tiene hambre. Oigo cómo le indica al taxista que aparque el vehículo un poco más adelante.





El engranaje de mi cerebro empieza a aumentar vertiginosamente las revoluciones, analizo en segundos las posibles preguntas y respuestas. Intento auto-engañarme pensando que no va a pasar nada, pero paso muchas horas a la semana con los hombres de marrón y sé cómo se las gastan.


Una vez detenido el coche, vuelve a apuntarme con la linterna en la cara después de haber hecho un barrido a mis compañeros ubicados en el asiento de atrás. El conductor baja mi ventanilla. “Buenas noches” le digo al uniformado mientras intento sonreir amablemente. La única respuesta que obtengo es: “PASAPORTE”. Mi sonrisa se torna en risita nerviosa. Empiezo mi discurso justificativo: “Mire, es que venimos de una cena y somos un grupo muy grande y vamos al soi 83 de Ladprao y ... ” Mientras doy mi explicación veo que detienen a otro taxi, allí van otros cuatro integrantes del grupo. El hombre me interrumpe para preguntarme si son amigos míos. “Sí, sí, somos un grupo grande de españoles”. Por lo visto, no le impresiona ni “grande” ni “españoles”, él lo que quiere es mi pasaporte, o más bien lo que le va a reportar el hecho de que no tenga el pasaporte conmigo. “Pues habrá que ir a comisaría” dice. Los negros nubarrones se cierran sobre el cielo de Bangkok. Esto está tomando un cariz que no me gusta y va más allá de lo esperado.



calabozos


Retomo el discurso desde la perspectiva del colega. “Mira, yo trabajo en la comisaría de Lumpini y sé que es obligatorio tener el pasaporte encima, pero teníamos miedo de perderlo ...” Me interrumpe: “Pues por trabajar en comisaría deberías saberlo mejor que nadie”. Me quedo un poco parado, pero reacciono siguiendo la misma línea. “Mira, es que estoy cansado de recoger denuncias de turistas que pierden o les roban el pasaporte, y sé los problemas que acarrea todo eso”. Oídos sordos. “Baja del coche y vete a hablar con tu amigo” me indica mientras apunta al otro taxi. Cuando me bajo, le hago señas para que me siga hasta la parte posterior del taxi, como si fuéramos a hablar de negocios, que en el fondo es lo que él quería realmente. Rendido ante la evidencia, suelto: “Entonces la multa la podemos pagar aquí ¿No?”. En esas estamos cuando Juan, uno de los rehenes del otro vehículo, se acerca para comentar la jugada. La verdad es que no sabemos muy bien qué decir, más que nada porque los dos sabemos muy bien cómo funciona este maravilloso y acogedor país, y sobran las palabras.

Antes de recurrir a las vías diplomáticas y saltar a la primera plana de los periódicos nacionales (“Ocho españoles detenidos en una comisaría de Bangkok” vende), intento recurrir a influencias locales. Es algo tarde, pero es posible que mi jefe del equipo de traductores de la comisaría esté despierto. Llamo. Como ya suponía nadie responde, sólo responden cuando marcas el número por equivocación. Me siento bastante frustrado. “¿Para esto trabajo en una comisaría thai? ¿Para que me tengan aquí como si fuera un delincuente?” voy pensando mientras sigo eleborando un nuevo guión que nos saque de este entuerto. Mientras intento comunicar con alguien, me acerco al agente y le pregunto en qué distrito estamos. Mi dice un nombre muy extraño que no acierto a entender. “¿En dónde estamos?” le repito, insinuando claramente que estamos en el culo del mundo y por ende, él está trabajando en el culo del mundo. Me giro y me alejo con el teléfono pegado a la oreja, simulando, en cierto modo, que voy a pedir ayuda para un rescate a la Patrulla X y debo indicarles las coordenadas exactas para la operación.



Mientras caminamos, cerca de las barreras y las luces de feria que allí han montado, se me acerca un hombrecillo regordete que, ya sólo por la apariencia física, deduzco que es un jefecillo. Con algo más de calma le expongo mi posición respecto al hecho de que se le pida la documentación a la gente que visita el país. Me escucha, pero… “sí, pero no llevar el pasaporte es ilegal”, es la única conclusión a la que llega el chaparro.


Reitero que en 23 años jamás me había sucedido algo similar, insisto en que a ningún occidental se le pide por las buenas la documentación en zonas como Silom, Sukhumvit, por no hablar de Pattaya o Phuket. Da igual, todo da igual. Les hago notar que resido cerca y puedo ir en un momento a buscar mi tan ansiado pasaporte. “No, que luego no vuelves”, sabio razonamiento sabiendo que dejo atrás a siete personas. “Os dejo mi móvil, mi reloj, lo que queráis” insisto ya con media sonrisa ante lo surrealista del caso. “No, no, no” me dicen mientras se ríen por mi desesperación ante tanta estulticia.


Repentinamente, como a cámara lenta, veo aproximarse por el carril contrario a nuestra dirección un coche policial. Pero no se trata de un coche cualquiera. No es un coche patrulla pintado de blanco y negro, en un afán de imitación de la policía norteamericana. Es un vehículo plateado, de los que se reservan a los oficiales de alta graduación. A medida que se acerca al puesto de control parece como si de repente los uniformados allí presentes sintieran cómo un palo de fregona se les introduce rápidamente por vía anal. Todos erguidos y mirando al infinito. ¡Fiiiirmés! Incluso el que escuchaba mis razonamientos parece que pierde el oremus, y con el palo de fregona en el ojete se va corriendo hasta el punto donde se detiene el superintendente.


Dada la oscuridad y mi preocupación por nuestro devenir no alcanzo a ver el breve encuentro entre gerifaltes.





Sin prisa, pero sin pausa, el menudo regordete se dirige a mí en tono paternalista: “Mañana tenéis que llevar el pasaporte”. “Sí señor, y …” le respondo ante el tono conciliador y paternalista de sus palabras. “Pues nada, marchaos” me dice con cierta resignación. Junto las manos a la altura del entrecejo, le doy las gracias en repetidas ocasiones. Le digo a Juan: “Vamos que nos vamos”. Cada uno a su vehículo. Junto al mío se encuentra todavía el iniciador de la conjura. Al ser policía raso, con casco y linterna, pero raso, no le queda más remedio contemplar cómo su presa se escapa de entre sus garras, sin un rasguño. Con toda la educación del mundo, antes de entrar en el taxi, me giro y también le doy las gracias, pero mirándole bien y riendo a la vez. “Lo siento muchacho, no creo que vuelvas a verme por estos parajes”, pienso en mis adentros.


Con el corazón a mil y la boca como si fuera un estropajo dejado al sol durante una semana, me siento, tomo aire y respondo a las preguntas de mis compañeros. Se asombran de que no haya tenido que pagar y me felicitan por mi mediación, una felicitación que habría estado encantado de que no hubiera tenido razón de ser.


Despotrico durante unos instantes contra la policía con el taxista que me da toda la razón, y ciertamente me mira con envidia, porque lo habitual por estas tierras, es salirse de estos desaguisados previo pago.


A los pocos minutos recibo una llamada de Juan Destinotailandia (lo tengo así en el móvil). “¿Dónde estáis? Que llevamos media hora esperando”.