27.10.06

En Camboya se me va la olla

Soy un culo de mal asiento. Estoy enamorado de Bangkok, sin embargo me urge salir de la metrópolis una vez al mes, no ya por el visado que me caduca, sino por la imperiosa necesidad de cambiar de aires. Tantas putas (casi siempre las mismas) y los mismos bares acaban agobiándome. Necesito cambiar. Y si algo no falta son las ofertas para viajar a países cercanos (Laos, Birmania, Camboya o Malasia a modo de ejemplo).

Hace un par de años que no circulo por territorio khmer (Camboya). Recuerdo momentos muy agradables por esos lares, alguno de éstos rozando la legalidad. Tantas armas, tantas mujeres, tantas drogas, tantas tentaciones… nadie vive en Phom Penh sin incurrir en alguna ilegalidad, es imposible. Ni siquiera los miembros de las ONGs se libran de caer en la tentación. Si no, qué pinta un coche de una de estas organizaciones frente a un bar de dudosa reputación a las cinco de la mañana.
Tengo un conocido que ha trabajado para una de estas organizaciones humanitarias (española en este caso), que ha salido espantado al ver el nivel de corrupción, no monetaria sino sexual, al que llegaban ciertos miembros (nunca mejor dicho) de estos “benefactores”. Y hablo de pederastia, no de sexo más o menos consentido entre mayores. Sí, los que se visten de ángeles salvadores son, en muchas ocasiones, los peores demonios. Entre los soldados de la ONU tenemos algunos ejemplos. No iba a ser menos Camboya.

Por internet he encontrado un billete barato con Air Asia. Obviamente, la hora de salida es infernal, las ocho de la mañana. Pero la tarifa vale la pena. Con lo que me ahorro respecto a otras compañías, puedo pegar dos polvos o emborracharme una noche entera.
Escojo un hotel que he encontrado en un foro de amantes de Tailandia (léase puteros). Parece que está bien, pero hasta que no lo vea no me fío. De entrada me vienen a buscar al aeropuerto, gran cosa, ya que me ahorro lo que supone un polvo, jajaja, parece que cuando uno va a Camboya no piensa en otra cosa.


Phnom Penh desde el aire

Llego con un vuelo Air Asia, una vez más. Los horarios son inhumanos, pero las tarifas valen el madrugón. El aeropuerto se ha modernizado. Afortunadamente, los precios de los visados siguen siendo los mismos, 20 dólares. ¡Y que nadie se olvide de la foto tamaño carnet! Si no, el trámite se retrasa un tiempo considerable. Por increíble que parezca, 11 (once) funcionarios se ocupan de la tramitación del pasaporte para permanecer en le país 30 días. Todo se ha agilizado mucho respecto a los trámites burocráticos que se debían pasar hace unos años. Hay que estar al loro. Cuando se ha dado el visto bueno, se limitan a pronunciar el nombre, a su manera, y a mostrar el pasaporte. Eso sí. Nunca hay que perder la sonrisa, estamos en Asia y somos inocentes turistas. El siguiente paso es el control de pasaporte. El funcionario de turno controla mediante un sofisticado ordenador que no estemos fichados. Sin embargo, allí falla algo. Todos los aeropuertos del mundo disponen de unas “webcams” situadas a la altura aproximada del rostro del recién llegado. Pero en Camboya, no. Los encargados de motar el sistema se olvidaron de las cámaras. ¿Resultado? Sus “sofisticadas” cámaras no son más que unas bolas con objetivo marca, supongo, Logitech. En el momento en que veo al funcionario de turno coger la bolita en la mano, acercándomela al rostro y diciendo “one moment”, me da la risa floja.
¡Madre de Dios! ¿Os venden un supuesto sofisticado sistema de identificación y no os dais cuenta de que hace falta un trípode para sostener la cámara? Así es Camboya.


La tripulación de Air Asia, siempre serviciales

Pasados los trámites pertinentes, me acerco a la salida. Me topo con un atienda libre de impuestos. “Ya que estoy, voy a comprarme un cartón de Marlboro” pienso inocentemente. “¿Es más barato que ahí fuera? Le pregunto ingenuamente al empleado de turno. “Yes, yes” me responde. Obviamente, no sabe qué le pregunto o se hace el loco. Tonto de mí. Parece increíble que con los años que llevo en estos territorios, caiga en semejante engañabobos. Lo cierto es que 11 euros por un cartón no es nada, pero si en la calle lo encuentras por 8, te da rabia haber caído en la trampa de la tienda “libre de impuestos”. Si van a Camboya, ¡compren el tabaco en la calle!
A la salida del aeropuerto me espera un hombre con mi nombre escrito en un cartel. Eso de ver el nombre de uno a la llegada de un aeropuerto no pasa todos los días. Levanto “chulescamente”, aunque amablemente y sonriendo, el dedo índice para indicar que soy la persona en cuestión. El empleado del hotel me recibe cordialmente y me señala que debemos esperar a otro cliente del establecimiento. Nos vamos los dos, sin intercambiar palabra alguna, hasta el furgón del hotel que no va a llevar a nuestra morada temporal. Los dos somos hombres jóvenes y solteros, en mi caso la soltería es cierta en un 100%, en el suyo no lo puedo certificar, aunque la supongo. Dado que los dos vamos al mismo hotel y suponemos a lo que vamos, no tardamos en entablar conversación. Obviamente no hablamos de las putas que pensamos follarnos esa misma noche. La conversación es más bien banal.
Llegados al hotel Flamingo, que previamente había escogido en una página de puteros irredentos de internet, realizamos el “check-in” y quedamos para más tarde. Mi uniforme no pasa desapercibido en ningún momento, ¡por algo lo llevo! Antes de que presente mi documentación, se me acerca un chino (realmente es camboyano, pero es la costumbre de llamar a todos los asiáticos “chinos”) y se presenta como el propietario del establecimiento hotelero. Nos saludamos con suma cordialidad. Y aprovechando la ocasión le pido una habitación con conexión a internet. Pese a sus malabarismos con un hotel lleno hasta la bandera, mi deseo no se ve cumplido, sin embargo me invita gustosamente a tomar algo con él mientras acondicionan mis aposentos. Dado que me gusta conocer la vida de la gente, me presto gustosamente a su invitación a pesar del cansancio acumulado.


¡Bienvenidos al hotel Flamingo!

Estoy cansado, muy cansado. Me encuentro en ese punto en el que nivel de agotamiento es tal que impide conciliar el sueño. Hago “zapping” hasta que caigo en TVE internacional, tal vez oyendo mi idioma consiga dormirme. Ni las pastillas hacen efecto. Doy vueltas sobre una cama que dista de ser mullida. Apenas he dormido en las últimas 24 horas. Si quiero estar en condiciones para afrontar la intensa noche camboyana, debo estar en plenitud de facultades. Oigo a las mujeres de limpieza ir y venir por el pasillo mientras hablan y ríen. Me levanto por enésima vez para ir al baño. Mi mente está a punto de descarrilar.
Pronuncio mi nombre y no me reconozco. Me da la impresión de estar llamando a otra persona, a pesar de que soy yo el que está frente al espejo. Soy consciente de que la situación se agrava por momentos, sin embargo siempre está el alprazolam para poner las cosas en su sitio, más o menos, o eso quiero creer yo. Un parche no es una solución definitiva, pero mientras consiga “parches”, no pienso en cambiar mi “modus vivendi”. El día que no pueda obtener mi elixir vital, cosa inimaginable a día de hoy, no puedo imaginar cuál será mi devenir, o sí, pero prefiero no pensar en ello.
¡Santo Dios! Estoy donde cualquier putero y/o amante del sexo desearía estar, y me pongo a pensar en cuestiones metafísicas. Todos los que me rodean sólo piensan en una cosa, y en esa cosa debería estar pensando yo. Hago un “reset” en mi mente y me pongo a la altura de mis acompañantes. ¡Basta ya de pensar en cuestiones existenciales! Estoy rodeado de ninfas deseosas de ser poseídas por mí (es decir, mis dólares) y yo elucubrando sobre los devenires de mi vida. ¡Al carajo! La primera que resulte apetecible será la elegida.


Poco que envidiar a las tailandesas

No sé cómo, he logrado dormir unas horas. He quedado con el turista que me acompañó en el “transfer” entre el aeropuerto y el hotel, para ir a dar una vuelta por la tarde.
Me siento algo aturdido. Me cuesta abrir los ojos. Mi cuerpo me pide que no abandone la horizontalidad, sin embargo, por una vez, el sentido común se impone y me levanto. Ni siquiera me ducho, me limito a remojarme la cabeza con agua fría. Bajo hasta el bar del hotel. No veo a nadie. La verdad es que aunque viera a la persona que espero, es posible que no la reconociera. El aspecto de estos americanos, todos iguales con sus bermudas y su camiseta desgastada, y el estado en el que me encuentro hacen difícil el reencuentro. Por ahí creo reconocer al dueño del establecimiento, un camboyano que ha pasado 20 años en Estados Unidos, y con el dinero ahorrado ha decidido invertir en la tierra que le vio nacer. Me invita a sentarme con él. No tarda en aparecer un amigo suyo, un occidental que parece conocer la zona, de hecho está construyendo un bar a pocas manzanas de allí. Todavía hay inconscientes que se lanzan a montar bares en países un tanto hostiles a la ingerencia de extranjeros en determinados tipos de negocio, en especial los bares con “azafatas”. ¡Allá él! No voy a desanimarle contándole lo que pasa con los extranjeros que se lanzan en similares aventuras en Tailandia.
Tras las consuetudinarias presentaciones y el intercambio de las habituales frases de los primeros encuentros, empezamos a hablar con ciertos eufemismos de lo que nos trae básicamente a este hermoso país.
En vista de que soy de la misma cuerda, me invitan directamente a ir a un bar de putas. ¡Joder, son las siete de la tarde y apenas he comido nada! En vista del amable ofrecimiento, ¿quién se puede negar? Hay que aprovechar el hecho de ir acompañado de un nativo y un conocedor de la zona. Vamos hasta el coche del camboyano y nos dirigimos por las tortuosas calles de Phnom Penh hacia un destino por mi ignoto.
- “¿A dónde vamos?” Pregunto desde el asiento de atrás.
- “Al Mikado” me responden casi al unísono.
- “¿Y eso qué es? ¿Un salón de masajes, un bar?” Pregunto como el pueblerino recién llegado a la ciudad.
- “Ya verás, ya verás. Seguro que te gusta. Hay muchas chicas” me responden antes de proseguir con su conversación.


Gasolineras de fortuna

La capital no es muy grande, por lo que los desplazamientos suelen ser muy breves. Apenas tardamos 10 minutos en llegar al “Mikado”, un bar con viejas cortinas raídas que impiden que lo que sucede en su interior sea visto por los transeúntes. Entramos por una puerta lateral. Una puerta que resulta ser la de una especie de pensión que se ubica en las plantas superiores. Bar de putas abajo y pensión arriba, una perfecta combinación.
La entrada es todo menos triunfal. No es que quiera que se me reciba con vítores y aplausos, pero aquello es algo deprimente. Las chicas no están tristes, más bien lo contrario, están encantadas, pero no por nuestra presencia sino por la telenovela que están viendo en un viejo televisor que parece pegado al techo. Son una docena, de apariencia bastante juvenil, y algo timoratas ya que ninguna se acerca a nosotros, ni tan siquiera un amago hacen. Como mucho, a alguna se le escapa una mirada furtiva, sobre todo durante los espacios publicitarios. Cuchichean entre ellas como si fuéramos a entender algo de lo que dicen. Bueno, lo cierto es que Kim, el camboyano, sí podría entenderlas.
Me sirven un whisky que bebo con cierta desgana. No son ni las ocho de la tarde, me he levantado hace menos de dos horas, y esto es prácticamente mi desayuno.
- “Hoy no están bien. No nos dicen nada”. Comenta con aires de experto el otro occidental del grupo.
- “Pues no. No sé. Sí, es raro. En un bar de estos, algo tendrían que decirnos, por lo menos pedirnos alguna bebida o algo”. Respondo por decir algo.
- “Nos terminamos las copas y vamos a otro lado”. Afirma con rotundidad el Cicerón de la velada.
- “De acuerdo, lo que digáis, a mi me da igual”. Les digo como un pelele sin personalidad propia.

La verdad es que no me siento en plenitud de facultades. La sangre que fluye por mis venas todavía está muy limpia. Todo es cuestión de tiempo.
Salimos del bar dejando atrás a las muchachas arremolinadas alrededor de una mesa como protegiéndose las unas a las otras, una visión algo descorazonadora, sin duda.

Nos volvemos a meter en el coche, pero apenas recorremos unos centenares de metros. Entramos en otro antro de reducidas dimensiones. El recibimiento es bien distinto. Las trabajadoras, aquí, son unas profesionales, profesionales del amor como llaman eufemísticamente algunos a las putas.
No somos los primeros, casi diría que somos de los últimos dada la escasez de espacio. Nos acomodamos en un extremo de la barra, algo que es ya una constante en mi vida. Vaya donde vaya, siempre acabo en el extremo de una barra. Antes de que nos hayan servido las copas ya estamos rodeados de estas maravillosas sílfides. Como casi todas las que se dedican a estos menesteres por estos pagos, rezuman juventud por todo su ser, hasta el punto de confundir a cualquier novato por tierras asiáticas, que podría llegar a pensar que no alcanzan la mayoría de edad. La posibilidad de confusión se duplica en el caso de ser periodista, algo paradójico si tenemos en cuenta que los profesionales de la información deben saber más que el común de los mortales, sobre todo cuando tratan temas tan delicados como la edad de las mujeres que ejercen la prostitución en los bares de Phnom Penh, no sólo por ellas sino por los que somos sus clientes.


Utilícese sólo en caso de urgencia

Mientras doy el primer sorbo a mi copa, siento una mano que me desabrocha el pantalón y suavemente introduce su pequeña mano dentro de mi ropa interior. Sin despegar la copa de mis labios, doy otro sorbo. A pesar de los años que vengo ejerciendo de putero, sigo siendo una persona con cierto pudor en determinadas circunstancias, y ésta es una de ellas. Lo cierto es que todos sabemos a lo que venimos, sin embargo la actitud de la mozuela, no deja de resultarme chocante. Hablo de “la mozuela” pero lo cierto es que son tres las que se dedican a mi persona, aunque es sólo una la que, nunca mejor dicho, tiene la vara de mando. Por turnos, me van mostrando sus encantos. Una de ellas, la del mando, chapurrea algo el inglés, cosa que facilita enormemente la comunicación en el cuarteto que formamos. Prosiguen con su seducción, tanto con la mirada como con los gestos. “¿Por qué hemos nacido los hombres con un solo cimbrel? Las serpientes tienen dos” pienso mientras se me aceleran las pulsaciones por momentos. Tras varias erecciones, que aborto voluntariamente suplicándole a mi nueva amiguita que se tenga la mano quieta un ratito, le pregunto a mi acompañante cómo funciona la cosa en este local.
- “Pues mira. Aquí son unos 17 dólares con todo incluido. Subes con la chica por aquella escalera, os metéis en la habitación con aire acondicionado, y cuando hayas terminado pagas aquí, en la barra” me explica mientras es sobado por otras hetairas.
- “¿No tengo que pagar antes, ni darle a ella nada, ni …? No termino mi frase. Mi masajista particular ya se ha puesto manos a la obra de nuevo.

Está claro que quieren que me decida por una de ellas cuanto antes, ¿o no está tan claro?
- “Es que no sé por cual decidirme, sois las tres muy guapas” No lo digo por cortesía, es bien cierto que cualquiera de ellas se merece ser la elegida.
- “No tienes que elegir, nos puedes llevar a las tres” me dice la anglófona incipiente.

Dios, Dios, Dios, no puede ser verdad lo que me está pasando. Si me tengo que morir que sea ahora, en el culmen de la felicidad, en la antesala del paraíso. La escasa ingesta de alcohol es beneficiosa, por partida doble, en esta ocasión. Por una parte me impide que cometa la barbaridad de encontrarme en la cama con tres bellezas y caer en el primer round, y por la otra podré gozar del sexo sin estar apenas anestesiado por las benzodiacepinas y el whisky.
Esto es lo que debería hacer siempre, ir de putas a las siete de la tarde y emborracharme luego, y no irme a las cinco de la mañana a un motel de infierno, con una castaña del 15 y acompañado por un resto de serie de cualquier puticlub de tercera regional.

La elección y la erección son duras. Pero debo decidirme pronto, si tardo un poco más, ya no hará falta que suba, habré derramado mi precioso líquido a los pies de la barra o, todavía peor, en el interior de mi ropa.
Aunque sigan mostrándome sus pequeños y no tan pequeños senos turgentes, ya tengo decidido a quién me voy a llevar. No podía ser otra que la que lleva la voz cantante, más que nada, como premio a la perseverancia.
Para que la situación no parezca tan violenta, por lo menos para mí, hago el paripé de elegirlas por sorteo, un sorteo que parece haber sido montado por trileros.
- “… y al final la afortunada eres túúúú!”. Digo señalándola y poniendo cara de sorpresa o de gilipollas, no sé.
- “Ya nos lo imaginábamos”. Supongo que dicen las otras por la expresión de sus rostros, que no por sus palabras.
- “Mañana vuelvo y me voy con vosotras”. Les digo intentado arreglar una situación que no tengo por que arreglar.
- “Sí, sí. Que os vaya bien”. Intuyo que me dicen, aunque es posible que lo que saliera de sus bocas fueran sapos y culebras sobre mi persona, si bien no lo creo, este tipo de maldad todavía no ha llegado a este país.

Subimos por una escarpada escalera que nos conduce al primer piso. Allí nos espera la mujer encargada de tenerlo todo como los chorros del oro. Entramos en lo que se podría denominar habitación. Se trata de una especie de habitáculo de techo bajo instalado dentro de otra habitación más grande que ocupa toda la primera planta, algo muy extraño, una especie de zulo con cuarto de baño adosado.
Una de las ventajas a la hora de viajar por estos países de clima caluroso, es que se lleva poca ropa, por lo que quedarse en pelota picada es cuestión de pocos segundos. Mi acompañante eventual sigue mis pasos y se disculpa un momento para ir al baño. Yo, tumbado en la cama, miro al techo y pienso: “¡Qué mal repartido está el mundo! Yo, que no doy apenas golpe, aquí, a punto de beneficiarme a una sílfide, y mis amigos en España, toda la vida currando, y están pelándose de frío y pelándose la …”.
Apenas pasados un par de minutos, aparece por mi izquierda la jovenzuela con una toalla enrollada al cuerpo, toalla que tarda pocos segundos en desaparecer de mi vista. Tengo cierto temor a que el atrevimiento, del que hacía gala en el bar, fuera una simple máscara para atraer a incautos que luego ven defraudadas sus expectativas, algo que, por desgracia, es harto frecuente en estos ambientes.
Gracias a Dios, me equivoco. Todavía no han llegado las “malas costumbres”a Camboya, y aquí “lo que ves es lo que hay”, sin truco que valga.
Desde el primer momento toma ella las riendas de la situación. Yo, sólo debo quedarme en posición horizontal y disfrutar de sus habilidades. Cierro los ojos. Pero no tardo en volver a abrirlos. Por extraño que parezca, estoy a punto de dormirme. ¡Y sólo faltaría eso! Que estando a punto de rozar el paraíso con las yemas de mis dedos, me pusiera a roncar. Serán cosas de la edad … y del alprazolam, supongo. “Será cuestión de moverse un poco” pienso en mis adentros. Dado que el calentamiento empezó hace casi una hora, lo de subir a la habitación es sólo para rematar la faena. Toda su anatomía ha rozado ya en algún momento mi órgano más apreciado. La cosa está apunto de estallar. “¿Ves aquel cuadro?” le pregunto. “Sí” me responde algo sorprendida. “Pues ahora te pones a cuatro patas y lo miras hasta que yo te diga” le digo en un inglés básico. Pim, pam, pum, fuera. Hale, ya estoy listo. Las virguerías las dejo para cuando hay “gratis total”. Cuando tengo que pasar por caja, el que decide cuando empieza y cuando acaba la fiesta soy yo. Además, apenas ha empezado la noche, y algo me dice que hoy va a haber doblete, algo que, cómo los equinoccios, ocurre dos veces al año, a lo sumo…
Vestidos y arreglados, y con la cara todavía sonrojada por el ejercicio desarrollado, bajamos hasta el bar, donde nos esperan mis amigos de la noche. Tomamos una copa más. Mi partenaire sigue a mi lado, pero no me pide nada, ¡bien por ella!
El ambiente empieza a agobiarme. Ya he descargado, y estar en un bar de putas cuando tienes la libido por los suelos, es como irte al Carrefour después de haberte comido una lechona.
Le doy 20 dólares a la cajera con los que pago chica y copas. Me despido de mis amigas ocasionales. Salimos del local. Kim, el camboyano, se desmarca. Mañana tiene que trabajar.


¡Tampoco es para tomárselo así!

- “¿Conoces el Zanzi bar?” Me pregunta el americano.
- “Pueeesss, la verdad es que no me suena” le respondo con franqueza.
- “Tengo allí unas amigas que te gustarán” asevera el hombre.

Nos hemos quedado sin coche, por lo que llamamos a un par de moto-taxis. El americano se encarga de negociar. Mejor. Hace tiempo que no ando por aquí, y no recuerdo ya las tarifas.
- “Un dólar”
- “Medio dólar”
- “… OK”
- “¡Zanzi baaar! ¡Allá vaaamooos!”