6.4.12

Un día en comisaría 5

 

En el callejón en el que se encuentra mi apartamento me topo con un atasco monumental. Es una calle normal en cuanto a dimensiones. Podrían pasar tranquilamente, sin importunarse, vehículos de todo tipo en los dos sentidos. Pero estamos en Tailandia, y la sabiduría de los grandes pensadores asiáticos (Confucio, el inventor de la confusión, decía una miss), no ha llegado a los estratos más bajos de la sociedad. En el día a día, sólo se aplican técnicas de supervivencia, y sobrevive el más avispado.

 

Un maestro

Nuestro Maestro

 

Volviendo a mi callejón (soi, en tailandés), se da el caso de que en todo su ancho podemos encontrar desde viejos carritos de comida destartalados hasta gente sentada en plena calle viendo la tele (con mesita para las bebidas) que ha colocado estratégicamente en el quicio de la puerta de su casa, pasando por amasijos de materiales de lo más diverso.

La cuestión reside en que un espacio que está, en principio, destinado al tráfico es un almacén o sala de estar, según para quien. Lo más curioso es que nadie se queja, algo harto frecuente en Asia, de ahí que los cambios sean lentos.

Retomando el hilo de mi historia, me encontré con una larga fila de vehículos. Caminando unos metros, me topé con el epicentro del desbarajuste: dos coches, uno frente al otro. Sus conductores estaban tan quietos como sus vehículos. No me lo podía creer. Parecía que ni parpadeaban. Tengo todavía la impresión de que esperaban la intervención de alguno de estos espíritus que tanto veneran. Yo no podía quedarme impávido ante semejante ataque a la razón humana. Otra cosa que me llamaba poderosamente la atención, era la ausencia total de bocinazos. En España, los decibelios que hubieran podido salir de una situación semejante, habrían enmudecido a los Rolling Stones en pleno Vicente Calderón.

 

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La tele que no falte

 

 

Mi función teórica, al margen de la traducción, es la de apaciguar los ánimos y conseguir un consenso entre las partes en caso de discordia. Y digo que la función es teórica, porque en el fondo, y a base de sentirse uno tonto, pues disfruto más cuanto mayor sea el follón. Con mi uniforme de pacificador, escondo a un instigador. Lo lógico, en dicha situación, hubiera sido situarse entre los coches en conflicto e indicar las maniobras más adecuadas para solucionar el entuerto. Pero no fue así. A medida que caminaba, iba haciendo comentarios que instigaban a la violencia a los conductores que esperaban pacientemente. “Esto es increíble”, “Ahí están, quietos”, “Pues no, parece que no se quieren mover”, “¿Y la policía dónde está?”, “Esto va para largo”, eran las perlas que iba yo soltando. Algún conductor fue saliendo del vehículo para acercarse. Yo le señalaba a los culpables mientras emprendía la marcha para dejar tierra de por medio, no quería estar allí cuando empezaran a saltar chispas, que en Tailandia, lo de llevar un arma de fuego es algo más que corriente. Desde la distancia, pude observar que empezaba a haber cierto movimiento de vehículos. ¿Cómo puede ser que mi “hijoputez” llegue a esos límites?

Instructor

El veterano instructor de tiro



La ventaja de trabajar en una comisaría estriba en que sabes que cada día te vas a encontrar con algo nuevo y diferente. Esa tarde de marzo fue, en un principio, una más. A la entrada del edificio me topé con un estadounidense. Había perdido su tarjeta del cajero y venía a denunciarlo, aunque en el fondo, me parece que sólo era una excusa para pedir un techo donde dormir. El oficial de turno lo autorizó y allí se quedó durmiendo. Otro compatriota estaba en la comisaría también, pero ése, en contra de su voluntad. Estaba bajo arresto por posesión de marihuana y por haberle caducado el visado que le permitía permanecer en el Reino de Tailandia. Estas dos cuestiones, las drogas y los visados, son temas que interesan bastante a los potenciales visitantes del país, tal y como observo con frecuencia en el único foro en español sobre el país, www.destinotailandia.com . Craso error es pensar que por poseer una pequeña cantidad de hierba o cualquier sustancia, no hay consecuencias graves. Las hay, y el que no lo piense así, pues tendrá el inmenso placer de conocerme.

 

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Esta es la imagen que aparece en mis pesadillas

 



Mientras estoy enfrascado en mis quehaceres habituales (comer unos donuts y “facebookear”), entra un mando requiriendo mis servicios. No entiendo lo que dice. Una cosa es hablar tailandés y otra es ser adivino logopeda. Si hay españoles que no entiendo, pues ya se pueden imaginar a un oficial tailandés estresado. Le sigo hasta la calle. Allí hay un taxi con una chica dentro. La experiencia y el sentido común hacen que las explicaciones sean innecesarias, más que nada porque me da la impresión de que el taxista y el policía están esperando a que sea yo el que les explique qué hace la chica ahí dentro. El problema radica en que la fémina está más pa’llá que pa’cá. No responde ante ningún estímulo. Le hablo en todos los idiomas que conozco, pero por su aspecto asiático, me da que no me va a entender, y más que no entenderme, no me oye. Ni corto ni perezoso, empiezo a registrar sus pertenencias por si éstas pueden aportarnos alguna pista sobre su identidad. En el maletero hay una maleta. Parece que se quería ir a toda prisa de algún lado. Pero ni un solo documento que nos esclareciera por lo menos en que idioma tenía que hablarle. Pasados unos minutos se oyen unos quejidos que provienen del asiento posterior. Parece que vuelve en sí. Sin embargo, la chica tiene un mal despertar. Está algo más que malhumorada. Conseguimos averiguar que es oriunda de Hong Kong. Se empieza a poner como una loca, no quiere acercarse al policía thai. Grita que los thais son tigres (sic). La tranquilizo diciéndole que me mire, que no soy thai. Afortunadamente habla inglés, no muy fluido pero lo suficiente como para entablar, por decir algo, una conversación. Le requiero que me entregue su documentación. Se niega. La verdad es que creo que ni sabe dónde está. Repentinamente la emprende conmigo y quiere agredirme, incluso intenta escupirme, pero por no tener, no tiene ni saliva. El agente la retiene, pero la niña se encabrita. Una vez más calmada, saca un teléfono y llama a un turco. Supongo que es su chulo. Le habla en inglés, le dice que hay un hombre malo, servidor, y que no sabe de dónde soy. Me pregunta con insistencia de qué país soy, está borracha o con resaca, pero se da cuenta de que un farang en una comisaría thai es muy raro y eso la tiene mosqueada. La chica llega a la conclusión de que soy francés, posiblemente por indicaciones del turco que me oye por el teléfono. Le respondo afirmativamente para ver si avanzamos un poco en esta situación que está tomando visos surrealistas. “Vale, soy francés. ¿Y ahora qué?” le digo con cierta arrogancia (el lugar me lo permite) sabiendo que tiene un policía al lado. Enmudece con mi respuesta una vez satisfecha su curiosidad. Decide que se quiere ir caminando, pero no es capaz de dar dos pasos sin caerse. La china le deba la carrera al taxi, pero aduce que no tiene dinero. “No mientas, que yo sé que algo tienes”, le digo. Durante el registro saqué algo de dinero de sus bolsillos, dinero que devolví, que conste. Extrañamente, el taxista está dispuesto a llevársela de nuevo. La muchacha dice que quiere volver al lugar de donde viene. Advierto al taxista que se le va a quedar sobada de nuevo en su vehículo. Haciendo caso omiso a las advertencias, se la lleva. A enemigo que huye, puente de plata, pienso en mis adentros. Pero me quedo con varias preguntas que nunca obtendrán respuesta: ¿A dónde iba? ¿De dónde venía? ¿Qué hacía borracha como una cuba a esas horas? No quiero decir que hay una hora específica para estar ebrio, pero cierto consenso social sí hay. Medio resuelto el asunto, se monta en el taxi y se marcha con el conductor. ¿Tendría el taxista aviesas intenciones? No sé, ni me importa, la verdad. Yo tengo en el cajón de mi mesa unos donuts que me esperan, y un artículo a medio terminar. Cuando uno empieza a trabajar en el ámbito de las fuerzas de seguridad del Estado, siempre hay cierta componente de altruismo, uno quiere a veces ser el buen samaritano, pero a medida que se descubre la verdadera naturaleza del ser humano, la desconfianza y el desinterés por el prójimo se van apoderando de uno. Supongo que es como los antibióticos, que a fuerza de tomarlos con asiduidad, ya no surten efecto.

 

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La estancia es gratis, pero no recomendable

 



Marzo termina con un caso de esos que te hacen pensar que el número de idiotas en el mundo es bastante alto, y algunos se han quedado con la ración de otros. Un joven británico quiere denunciar que ha sido objeto de robo por parte de un hombre que había conocido en la calle y que le había invitado a tomar café a su casa, una casa que no recordaba donde estaba ubicada. Tras escucharle pacientemente, hago el salto de la rana, y lo remito a la policía turística, que seguro que están más ociosos que nosotros, y además cobran por aguantar a los turistas. ¿Alguien se puede creer algo tan infantil como que se conoce a alguien por la calle y de inmediato se va uno a casa de un desconocido? O es imbécil o se cree que lo somos.



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Saliendo de casa

 

Desde hace un tiempo, sólo me preocupo de delitos de sangre, víctimas que sean mujeres o niños, porque el resto, en un alto porcentaje, son gilipolleces elevadas al cubo; eso sí, atiendo amablemente y sonrío a todo el que se siente frente a mí.



Los ciudadanos árabes son visitantes bastante asiduos de esta comisaría, probablemente porque en nuestro distrito se encuentra la zona con más árabes y africanos por metro cuadrado: soi Nana nua.

Hoy el turno es el de un ciudadano omaní de unos 30 años. Su presencia se debe a la desaparición de su hermano de 28 años. Desaparecer en Tailandia es bastante frecuente, sobre todo de noche, pero la reaparición suele suceder al cabo de menos de 48 horas. Según su relato, había quedado con su hermano en el lobby del hotel, pero cuando bajó, ya no estaba. Ya había estado el día anterior, pero por cuestiones legales, debía esperar hasta la medianoche del día siguiente para que se pudiera cursar la denuncia. Muchos son los que escogen Tailandia para “desaparecer”, no son tontos y hay que alabarles el gusto. Estoy seguro de que en Azerbayán no desaparecen tantos turistas.



Recuerdo el día en que la paz reinaba en la comisaría, en la tele echaban una telenovela, los oficiales se deleitaban con el Youtube o jugaban al FIFA2010, mi amigo el tartaja hacía su siesta, y yo leía el Diario de Mallorca en mi ordenador. De sopetón se oye como un huracán a una mujer que entra vociferando por la puerta. Parece inglesa, nos quedamos todos quietos mirándola mientras suelta toda clase de improperios sin motivo ni razón aparentes. Después, coge y se va por donde ha venido, algo más relajada, supongo… Y nosotros seguimos con nuestras labores “de investigación”.



Cualquier parecido en te una comisaría y una agencia de viajes es pura casualidad, pero para algunos, es lo mismo. Y si no, que se lo digan a dos neozelandesas que vinieron a interponer una denuncia contra una aerolínea por los desperfectos causados en sus maletas. Estoy de acuerdo en que el jet lag puede afectar y alterar hasta cierto punto el estado de consciencia, pero de ahí a confundir las dependencias policiales con la oficina del operador de handling, hay un abismo.

Lo mismo le sucedió a un indígena africano que vino, ni corto ni perezoso, a pedir que lo lleváramos a Camboya, que no tenía dinero. No le bastaba con un destino nacional no, quería viaje internacional, y si era en business, pues mejor. Y a buen seguro que lo iba a tener, pero no a Camboya. No tenía documentación alguna y el juicio lo había perdido hace tiempo. De momento había conseguido alojamiento gratis, el viaje sería tras la visita al juez que se iba a encargar de su repatriación, todo ello ofrecido graciosamente por el Estado tailandés.



El hindú, de los de turbante y aire místico, que vino a principios de mayo tenía un problema, bueno, dos. El primero era que le habían asaltado frente al hospital Bumrungraad mientras estaba acompañado de una señorita. El segundo es que era un pésimo profesional. Me explico. Según su deposición, se encontraba en dicho lugar leyéndole la mano a la señorita, por ende es quiromante (estafador que dice que lee la mano, según mi definición). ¿Tan malo era que no podía adivinar que le iban a atracar y agredir? Una vez más, soy testigo de que hasta los peores chistes se convierten en realidad. Tras tomarle declaración, se le envía al hospital de la policía, para que el forense le extienda el parte de lesiones. No quiero hurgar en la herida, pero me dan ganas de decirle: “¡Ahora te jodes! Por estafador”. Además, su fuera buen futurólogo, debería saber que su denuncia no va a servir para nada, y lo único que hace es perder el tiempo.

 

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"Nosotros le resolvemos su problema"



 

En muchas ocasiones, nos enfrentamos a situaciones que consideramos el súmmum. Sin embargo, nos equivocamos. Esa tarde de finales de junio entré en comisaría con mi maletín y mi bolsa del Dunkin Donuts, como de costumbre. Había cierto ajetreo, pero yo me instalé en mi mesa para preparar todo el papeleo y revisar un poco lo que había sucedido en mi ausencia. Durante ese tiempo venía observando un hombre de aspecto árabe ir y venir de un lado para otro sin que nadie le hiciera el menor caso. Yo estaba al teléfono charlando con un amigo para preparar la cena de españoles que solemos hacer cada semana. Sin que yo le dijera nada, se sentó en mi mesa. En un principio parecía un tipo normal con algún tipo de problema por el nerviosismo que su vaivén denotaba. Me entrega su pasaporte (sirio o de algún país de Oriente Medio, no recuerdo), un pasaporte de esos que empiezan por la última página (primera para ellos). El sexto sentido que he desarrollado con los años me indica que está algo pa’llá antes de que abra la boca, a los dos segundos de abrirla, recibo la confirmación. La gente a la que le ha petado algún chip, no suele hacer relatos congruentes. Uno se ve obligado a ir juntando piezas que una vez unidas no siempre dan como resultado una historia creíble, y éste es uno de esos casos. “Hay mujeres que me quieren follar”, “Se ponen enfrente de la puerta, se abren la ropa que llevan puesta y me enseñan las tetas y el coño”, son las primeras perlas que suelta. Detrás de él, en otra mesa, hay un oficial que me mira socarronamente como diciendo “ahora el marronaco te ha tocado a ti”. Le sigo mirando y escuchando atentamente procurando no reírme. El hombre prosigue: “Pero yo me tapo los ojos, porque yo soy musulmán, y los musulmanes no podemos aceptar esto”. Claro, ni los católicos tampoco, pero mira qué bien lo aceptan, pienso para mis adentros mientras maquino cómo quitármelo de encima sin que se ofenda, no vaya a ser un radical de éstos que vuelven a la media hora y se autoinmolan en plena comisaría haciéndonos saltar a todos por los aires. Pero el fiel seguidor de Alá sufre de incontinencia verbal, y continua: “Y me han ofrecido 100.000 bahts para que me las folle, pero yo no puedo, estoy casado, y un musulmán no puede hacer eso”. Si la historia es poco o nada creíble de por sí, cuando te dicen que una mujer te ofrece dinero para mantener relaciones en Tailandia, entonces la credibilidad queda reducida a cero. A pesar de ello, el asunto empezaba a interesarme, no porque le otorgara credibilidad alguna, sino porque quería ver hasta donde llegaba su fantasía. Mientras nuestro amigo habla, voy ojeando su pasaporte para ver si por un casual está ilegalmente en el país para dar carpetazo rápido al asunto. No cae esa breva. Para dar la impresión de que me intereso por él, le pregunto dónde sucedieron los hechos, ya que por ahí sé que me puede salir bien la jugada de despeje. “En el centro islámico de Ramkhamhaeng”, dice el hombre. ¡Bingo! Me lo como y vuelta a la casilla de salida. Para cerciorarme, respiro aliviado y le digo: “Repita por favor. Es importante para el caso saber dónde sucedió todo”. “Ramkamhaeng, en el centro musulmán” vuelve a responder. “Ramkamhaeng ha dicho usted ¿verdad? Bien, bien. Pues para eso tendrá que ir usted a la comisaría de dicho distrito, desgraciadamente nosotros no podemos hacernos cargo porque se trata de otro distrito. Y mire que me sabe mal no poder ayudarle”. Algo desconcertado, el islamita me pregunta si tengo la dirección de las dependencias policiales de dicho distrito. “Usted vaya, vaya allí y pregunte que seguro que alguien le dice dónde está” le digo mientras me levanto para que el mimetismo haga efecto y el “acosado pío” me siga hasta la puerta. Una vez en la calle, todos respiramos profundamente aliviados, porque estos casos de locos son intratables.



La gente que padece de verborragia es cargante de por sí. Si te la encuentras en un bar, te das la vuelta y te vas. Pero si estás en un organismo público, no te queda más remedio que aguantarla. Eso me sucedió recientemente con un inglés que vino a contarme su vida. No sé ni de qué me hablaba, pero yo asentía. Nos despedíamos. Sin embargo, al cabo de unos minutos, regresaba y volvía a insistir en el mismo tema. La situación se repitió hasta la extenuación, por mi parte y por la suya, porque no volvió.



Tratar con el público puede ser pesado. Tratar con una víctima es duro. Tratar con un delincuente es exasperante. Estar con los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado puede convertirse en adicción.

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