En un momento de extraña lucidez, quizás fruto de una turbadora noche, me doy cuenta de que Asia representa para mí una huida de mis errores. Ya sé que aquí también los he cometido, pero, tal vez, no del mismo calibre.
Inmerso en estas profundas meditaciones, pienso en lo que tendría que haber hecho y no hice, lo que tendría que haber dicho y no dije. Pienso, en definitiva, en lo que pudo ser y no fue. Sigo y seguiré atrapado en el pasado consciente de que esta actitud no me ayudará a solucionar el futuro, y me impedirá vivir plenamente el presente. Me encuentro en una perenne huida errática, adelante, atrás, hacia un lado, hacia otro, hacia el futuro, hacia el pasado, hacia presentes paralelos. En definitiva, mi brújula gira constantemente sin encontrar el norte en espera del día en que encuentre la paz definitiva en el planeta Xanax.
Vestido para viajar al planeta Xanax
El trayecto en coche entre Had Yai y Songkhla da mucho tiempo para pensar, acaso demasiado.
Pero tras la tormenta llega la calma. Ya ha oscurecido, me siento feliz de estar en un hotel frente al mar, un mar que apenas veo por la hora que es, pero sí oigo y huelo. Aunque la verdad es que lo que me ha traído a este pueblo es algo bastante más prosaico: unas putas con las que establecí una buena relación el año pasado.
Picoteo algo antes de salir, no por tener hambre sino para que el whisky no abrase mis paredes estomacales. Bajo hasta la entrada principal del hotel, donde se encuentran los guardias de seguridad, que a esas horas cumplen también la función de taxistas ocasionales para cortos desplazamientos. “¿Moto?” me pregunta uno de ellos. “Sí, a Sri Suda road” le respondo. Songkhla no es muy grande, y las escasas chicas de vida alegre se concentran en apenas dos calles, la una perpendicular a la otra. Para comenzar mi noctívaga aventura me adentro en un “pub” irlandés, por llamarlo de algún modo. Lo único irlandés allí, son el dueño y un par de posters. El año pasado ya anduve por estos lares y sé que las damiselas que por aquí circulan no ejercen, en principio, la prostitución.
La clientela es de lo más variopinta, viejos, jóvenes, hombres y alguna mujer, todos con un denominador común: la afición por el alcohol y un aire de “qué coño hago yo en el culo del mundo”. Supongo que como yo, están huyendo de algo, de algo quizás indeterminado.
Me tomo un par de copas para no ir de putas en frío, a estas horas no es nada recomendable llegar a un lupanar en estado sobrio. En numerosas ocasiones, el alcohol actúa como coadyuvante para ver más atractiva a una mujer corriente tirando a fea, y en estos pueblos, la oferta no se puede decir que sea muy amplia. La cuestión reside en no coincidir con ella a la luz del día, recién levantado y habiendo bebido sólo un zumo de sandia.
Del “Buzz Stop”, el “pub” irlandés adulterado, me voy caminando hasta el “Captain’s Boat”, un bar en el que pasé muchas y agradables horas el pasado año junto a Tua Lek, Micky Mouse y alguna otra chica. Mientras me aproximo, observo cierto alboroto y jolgorio en el local. Me alegro, temía encontrarme con un lugar vacío. Por lo visto se está celebrando una fiesta. Inmediatamente me invitan a entrar y a unirme a la celebración que todavía hoy no sé a qué se debía.
Me acomodo en la barra. Escudriño detenidamente el local para ver si localizo alguna de mis amigas. No conozco a ninguna. Es harto frecuente en el ambiente del puterío perderle la pista a las “amistades”; es raro que las chicas permanezcan en el mismo local durante más de un año. Me reconocen la propietaria y una de las hetairas. Andan algo liadas, una poniendo copas y la otra sobando a un cliente. Intercambiamos unas palabras. Pregunto por Tua Lek. Según me dice la dueña, ha vuelto con su marido y su hijo. “¿Por qué sabías que tenía un hijo y marido, no?” termina dicéndome. “Sí, sí, claro” respondo con cierta tristeza. ¡Joder! Si medía metro y medio, y no parecía tener más de 16 años.
Tua Lek, sabe Dios por dónde andará
No tarda en llegar una voluntaria para consolarme. Se trata de una joven de 23 años de la provincia sureña de Satun, por lo tanto, como casi todos las de la zona, no es de raza thai y no tiene aspecto muy oriental. En Occidente nos hemos mezclado mucho y ya es difícil distinguir el origen de cada uno, pero en Asia, por cuestiones económicas principalmente, las poblaciones no se han desplazado en exceso y las razas permanecen bastante puras.
La muchacha en cuestión parece simpática, casi no parece puta, hasta el momento en que siento una mano en la entrepierna. Me siento algo cohibido por extraño que parezca. Miro nerviosamente a mi alrededor por si alguien nos mira. En el fondo, no sé de que me preocupo, estoy en un bar de putas y por ende, lo raro sería que estuviera debatiendo con la joven sobre el origen de los conflictos armados en las provincias del sur tailandés.
Yo me dejo hacer mientras doy sorbos a mi copa con algún sobresalto que otro motivado por la proximidad de su mano a zonas de alta “actividad sísmica”. No tarda en pedir una copa. Acepto invitarla, más que nada por las molestias que se está tomando para que la noche no se me haga larga. Pasan 20 minutos y comienzan las propuestas deshonestas. “¿Vamos a follar?” pregunta ella. “No, es que es muy pronto y prefiero tomar una copa”, una respuesta que hace unos cuantos años ni se me habría pasado por la mente.
La puta es muy profesional y sabe bien donde tocar para que aquello no baje la guardia. Mi ritmo cardíaco va en aumento. Mi cuerpo reclama otra pequeña dosis de alprazolam, no por lo que está sucediendo, sino porque es la hora. Yo soy muy organizado y me tomo mi “auto-medicación” a intervalos bastante regulares.
Cansado ya, paso de objeto a sujeto. Mis manos empiezan a recorrer su menudo y moreno cuerpo. No se siente incómoda en absoluto, cosa que celebro porque en este extraño submundo puede llegar uno a encontrarse con putas que no son conscientes de serlo y se molestan por ser manoseadas gentilmente.
“¿Y si te la chupo?” vuelve a atacar. “No, no sé…” le digo. “Nos vamos allí atrás, a los baños y te hago una mamadita” insiste. “Mira, yo me tomo mis copitas tranquilamente, y luego ya veremos” replico yo. Mi querencia por Johnnie toma un cariz que podría ser calificado de preocupante. Sin embargo, no me preocupo en exceso por mi cambio de gustos por el paso de los años, y pido otra copa.
“¿Seguro que no quieres?” Vuelve a insistir mientras no suelta mi vara de mando. Llega a un punto en que puedo decir que “me toca la polla”, pero no sólo en el sentido físico sino en el figurado también. A todos nos gusta que nos masajeen según qué partes, pero después de una hora de acoso, empiezo a sentirme algo incómodo y violentado. No quiero ser maleducado y prefiero esperar a que se aburra antes que mandarla a tomar viento fresco. Pero el tiempo pasa y no se despega de mí. Me pide otra copa y me niego a invitarla. Sé que esa es la solución para quitarse de encima a una puta de bar. Mano de santo, no falla. A los pocos minutos se pierde por el local. Puedo volver a respirar tranquilo y la sangre de mi cuerpo concentrada durante una hora en la zona genital vuelve a circular con normalidad por el resto de mi cuerpo. La noche transcurre sin más sobresaltos que perturben mi existencia taciturna. Cuando considero que mi tasa de alcohol en sangre es suficiente, pido la cuenta. La encargada del local se ofrece para llevarme en moto al hotel. “Nos gusta cuidar de nuestros clientes” me dice. Se agradece el servicio, a esas horas no apetece mucho ponerse a buscar una moto-taxi.
Como algo par saciar el hambre que suelo tener a estas horas, y pongo la tele para ver qué pasa por el mundo y también con el objeto de que alguien me hable mientras me duermo, cosa indispensable para caer en brazos de Morfeo. Cuando estoy a punto de entrar en la fase REM, oigo de fondo una música que me llama la atención. “Serán unos vecinos juerguistas” pienso yo. Pero me extraña. El hotel y sus clientes son bastante tranquilos, y no me cuadra que empiecen la fiesta a estas horas. La curiosidad me corroe. Me levanto y salgo al balcón, ya que la música parece provenir de allí. Abro la cristalera y efectivamente la música suena más fuerte. Me asomo y contemplo un espectáculo totalmente inesperado. En la plazoleta situada junto al hotel y frente al mar, observo cómo un numeroso grupo de niños y algunos adultos bailan o realizan ejercicios al son de las melodías provenientes de unos enormes altavoces. “¡Pero joder! ¡Que son las cinco de la mañana y ni siquiera asoman los primeros rayos de sol!” digo en voz baja mientras no salgo de mi asombro. ¿Estaba mi medicación en mal estado? ¿Me han drogado en el local de la toca-pollas? No. Todo es bien real. Los contemplo durante un rato. Más que un baile parece una tabla de ejercicios. Todos ordenados en filas se mueven siguiendo las instrucciones de la persona que tienen delante. En vista de que la demostración no evoluciona y comienza a ser repetitiva, opto por volver a la cama. Con el telediario francés de fondo, me duermo en poco tiempo.
Hoy es uno de esos días que las personas que nos consideramos sensatas, sin que ello signifique que lo seamos, odiamos profundamente. Es 31 de diciembre. La sociedad nos obliga a estar contentos, pero no sé de qué. ¿Hay que celebrar que nos queda un día menos de vida, que se no ha caído más pelo, que hemos perdido resistencia física? ¿Qué coño hay que celebrar?
Voy a pasar el día y la noche en la ciudad. Me desplazo hasta la parada de taxis de Songkhla. “¿Taxi, Sir?” me preguntan allí. “Sí, para Had Yai” les digo. “Si quiere uno para usted solo tendrá que pagar 180 bahts (4 Eur)” me dicen con cara circunspecta como si la cantidad requiriera una reflexión antes de realizar “semejante dispendio”. “Sí, sí. OK, pero vámonos ya”, declaro mostrando una premura que no existe.
Los taxis “oficiales” de Songkhla son coches de fortuna, hechos de mil recambios que no deben de ser de segunda mano, sino de tercera o cuarta. Nada más entrar, un sospechoso olor a goma quemada hace presagiar lo peor.
¿Quién se atreve a montar en "esto"?
El viaje en tan estrambótico vehículo transcurre, afortunadamente, sin novedad, al margen de los mil y un ruidos extraños, propios de un automóvil que fue bueno hace 40 años. Atrás dejo en la carretera una de las mezquitas más grandes del sudeste asiático y el Lotus, un centro comercial que el pasado año fue objeto de un atentado con bomba que no causó muertos, y me adentro en la ciudad.
Muchas calles están cortadas debido a la instalación de escenarios y chiringuitos diversos colocados para celebrar la entrada del nuevo año. Con gran alivio, desciendo del vehículo y me dispongo a pasear entre la muchedumbre que se ha dado cita en el centro, enfundado en mi uniforme de Mr. Spock.
¿Estoy en mi sano juicio?
El ambiente me desconcierta un poco. Entre la aparente alegría de la gente, se respira mal rollo. Cada dos pasos me encuentro con alguien uniformado. Llego a contar hasta cuatro tipos de uniforme diferente: policía, policía militar, soldados y otros que no sé qué son.
Otra cosa no sé, pero posar sí que saben
Me llaman especialmente la atención dos hombres vestidos con un mono verde y que llevan entre sus manos un extraño aparato con una larga antena. Parece que buscan algo. Les sigo disimuladamente con la mirada. Los dos tienen fijada su vista en el detector. De repente, parecen sobresaltarse y comienzan a caminar siguiendo la señal que les indica el artilugio. Cámara en mano, les sigo. Si algo peta, quiero estar allí para grabarlo, aunque me vaya la vida en ello. Si muero en mi empeño, por lo menos habrá sido de forma original. Es más llamativo morir en un atentado en Asia que en un Renault Clio en una carretera mallorquina. Los dos hombres se paran en seco. Hablan entre ellos y no se mueven del lugar.
"Manolo, ¿y la luz roja qué es?
En vista de que allí no va a pasar nada, prosigo mi paseo. Gente caminando calle arriba calle abajo por unas vías jalonadas de puestos de lo más diverso, desde los que venden motos Honda a los que venden patatas fritas como algo exótico, pasando por el puesto de una operadora de telefonía móvil que ofrece diversos juegos y premios.
Nos quieren vender la moto. Yo se la compro.
Si hay que cambiar de operadora, se cambia.
Siento algo de agorafobia. Me meto en un salón de belleza para que me hagan un masaje de pies. La encargada del negocio se ofrece para hacerme la manicura, le enseño las manos para que vea que no me hace falta, que ya soy yo muy apañadito para estas cosas. “¿Y un masaje facial?” me pregunta. “Un facial es lo que te haría yo” pienso, aunque lógicamente no se lo digo. “¿Y un …?” prosigue pero no la dejo terminar. “He venido a hacerme un masaje de pies y eso es lo que quiero” espeto sin miramientos. La tasa de alprazolam en sangre debe de estar baja, tanta irritación no es habitual en mí. Reconsidero mi posición y le digo a la chica: “Bueno, de acuerdo, hazme un masajito en la cara”. Su semblante cambia y comienza de nuevo con una batería de ofertas: “¿Quiere crema exfoliante, mascarilla, vapor de ozono?”. “Todo lo que tu quieras chiquilla” le respondo para paliar mi agresiva actitud inicial. Me sientan en un cómodo sillón y empiezan a rodearme de aparatos, estantes, cubetas, da la impresión de que voy a ser sometido a una intervención quirúrgica. Cierro los ojos y me abandono en manos de las esteticistas y del chaval encargado de masajearme los pies.
Hora y media después abro los ojos y me despierto como nuevo. La broma me ha costado 14 euros, pero me he quedado a gusto.
Salgo a la calle. La afluencia se ha doblado. Busco algún bar donde tomar algo. No hay forma de encontrar alguno que no esté hasta la bandera. Y si algo odio, es tomarme una copa entre codazos y empujones, mi alcoholismo tiene ciertos límites, y si no se dan las condiciones apropiadas, prefiero ir al Mc Donald’s y pedir una Coca-Cola, cosa que acabo haciendo.
Cerca del Lee Garden’s, un gran edificio en el que podemos encontrar tiendas, restaurantes, oficinas y un hotel, se concentra gran parte del público. Mientras doy sorbos a mi refresco, en la que va a ser la Nochevieja más sobria de mi vida, observo cierto revuelo en torno a un grupo de jóvenes. Como ya es habitual en mí, me acerco sin ser consciente de que me puede suceder algo, raramente sopeso los peligros, incluso me atrevo a decir que inconscientemente busco los peligros. Llegado al epicentro del alboroto contemplo con cierta desilusión que lo que tanto atrae y sorprende a la gente es un grupo de chavales thais vestidos de punks versión años 80. La gente, a su alrededor, no sale de su asombro ante “tan” estrambótica indumentaria. A mi me dan lástima más que otra cosa. Sin embargo el resto los considera como algo extraño hasta el punto de hacerse fotos junto a ellos.
Prosigo mi deambular a la espera de que llegue el momento de “comer las uvas”. Tanto pasear, junto al refresco ingerido, hacen que mi “animus orinandi” vaya en aumento. La naturaleza ha dispuesto que cuantos menos sean los lugares donde se pueda mear, mayores son las ganas. Me meto por calles menos frecuentadas para ver si alguien hace aguas menores en algún lado, pero nada. Vaya donde vaya, hay gente. Y esa gente no mea. ¿Es que no mea nadie en Talandia? En un alarde de imaginación me voy hasta unos cines para ir a sus baños. Vano intento el mío. Un gran grupo sigue el mismo peregrinar sin alcanzar el objetivo deseado. En muchas ocasiones, la solución más sencilla, por simple y evidente, no se nos ocurre. Los bares están hoy muy controlados para que no se meta todo el mundo. Pero yo soy blanco, lo que supone en algunas ocasiones una ventaja. Una de esas ocasiones va a ser hoy. Como uno más, me presento frente al portero del “Lazer Disc”, quien se ocupa esta noche de que no se llene el bar de espontáneos que van a mirar y mear. Yo, como occidental, se me supone buena fe y por ende se da por hecho que voy a consumir, sin embargo lo único que consumo es el agua del baño. Aprovecho y me quedo un rato a tomar el fresquito del aire acondicionado. La verdad es que si un camarero me pidiera qué quiero tomar, con gusto degustaría un whisky. Pero yo no soy de los que se precipitan sobre una barra intentando hacerme un hueco empujando a la gente para que me sirvan una copa. Sólo faltaba eso, que para gastarme el dinero tuviera que pedirlo por favor. La cuestión es que me quedo con la garganta seca mientras contemplo uno de esos humillantes espectáculos que hacen los animadores para que la gente se divierta. Y el público se ríe, vaya si se ríe. ¿Realmente es divertido ver a tres mentecatos hinchando globos y reventándolos sentándose sobre éstos? Asqueado ante tan penoso espectáculo opto por volver a la calle, ya con la vejiga relajada.
Voy hacia uno de los escenarios. Repentinamente oigo un gran jaleo a mis espaldas y una masa humana en movimiento. Toques de silbato, empujones, algunos gritos. ¡Joder! No sé qué pasa, parece como si hubieran capturado a alguien y le estuvieran dando una paliza o algo parecido. Saco la cámara y me pongo a grabar. La marabunta se mueve hacia el escenario. ¡Su puta madre! Todo este jaleo lo provoca el grupo estrella de la noche. ¿No pueden entrar por la parte de atrás del escenario como todos los grupos del mundo? No. Tienen que hacer el payaso entrando por donde está todo el público. Cuando empiezan el concierto los punks se ponen en movimiento. “Bueno, a ver si empieza algo de acción” pienso. Alguna pelea, alguna bronca con un padre de familia, algo que amenice una noche más bien aburrida. Hablan entre ellos. Parece que preparan algo. Bien. Súbitamente, se ponen en círculo, se dan las manos y empiezan a moverse rítmicamente de izquierda a derecha y viceversa. ¿Pero qué mariconada es ésta? ¿Éstos qué son, punks o Viva la Gente? No puedo soportarlo. Me marcho. Me voy cerca de un grupo de motoristas que se han desplazado hasta allí para lucir sus vehículos en tan señalada fecha.
Faltan pocos minutos para la hora H. Enciendo la cámara por si la bomba estalla antes de hora. Comienza la cuenta atrás. Uno y cerooo. “Feliz 2549” dice una voz femenina por la megafonía. En Tailandia se utiliza tanto la era cristiana como la budista, según les dé, al igual que utilizan la numeración thai o los arábiga según les convenga. Es decir, si el precio de cualquier cosa es diferente, léase inferior, para un thai, en el cartel correspondiente a los thais los números estarán escritos en thai y en el de los “ricos y tontos” extranjeros estará con numeración arábiga. Un ejemplo lo tenemos en el Estadio de boxeo thai más importante del mundo, el Lumpini Stadium. Me acuerdo de mi amigo Paco el sevillano. En una ocasión fue al estadio y vio el desatino. Ni corto ni perezoso fue a la taquilla y entregó el dinero correspondiente al asiento que deseaba ocupar, según rezaba el cartel en tailandés. “No, no, se equivoca. No son 200 son 800 bahts” le dijeron señalando el cartel en inglés. Sin inmutarse, les respondió en tailandés: “Es que yo hablo español o tailandés, pero inglés no sé”. Sin embargo, sus amplios conocimientos del idioma no le sirvieron de nada. Es sorprendente la cantidad de ejemplos de discriminación por nacionalidad que se producen en este país, algo inconcebible en occidente.
Los motoristas allí concentrados ponen en marcha todos los vehículos y se ponen a hacer ruido como una panda de tarados. Aguanto unos minutos, pero presa de un ataque de autismo opto por la retirada, no aguanto más a estos gilipollas con sus putas motos ruidosas. Tras la suelta de cohetes, que dura unos diez o quince minutos, decido abandonar por hoy la ciudad, y no soy el único. Esto es una auténtica estampida. Imposible encontrar un vehículo que me lleve hasta la parada de taxis. Lo único que puedo hacer es andar. Por el camino, jóvenes adolescentes y borrachos me saludan muy efusivamente: “Hello, hello, welcome to Thailand”. Lo que viene a demostrar que la presencia de blancos es poco frecuente por estos lares.
Tras casi 20 minutos de caminata, pillo una moto al vuelo. La gente me sigue saludando, no entiendo muy bien por qué motivo. Para responder a su amabilidad, saludo al pueblo como el Papa desde el papamóvil, dándoles la bendición.
Finalmente llego a la parada y hay gente. Menos mal, temía encontrarme un lugar desierto. Me bajo de la moto y le doy 20 bahts al chaval. Me dice: “Son 40 bahts”. Me hago el loco y le digo: “Sí, sí, tira, tira, anda”. Y me marcho ante su atónita mirada. Lo cierto es que el recorrido vale 20 bahts, lo de los 40 se lo saca el chico de la manga.
De camino a Songkhla, dentro del taxi, escribo y envío el “sms” que mando habitualmente a mis amistades para desearles un buen año y, más que nada, para darles algo de envidia.
Termino la noche sobrio, en la cama viendo TV5MONDE y esperando a que sean las seis de la mañana para celebrar con la tele, no sé por qué, el año nuevo en Europa.
Todavía me quedan un par de días antes de marcharme a Kuala Lumpur y pienso aprovecharlos bien, que no lo dude nadie.
2 comentarios:
Echamos de menos sus aventuras... Queremos maaaas
pasa mucho tiempo entre actualizacion y actualizacion, no creo ke este usted tan ocupado jejej
lo sigo leyendo fielmente aunke no postee
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